Reseda, California – 11:00 AM
Johnny Lawrence salió de la comisaría con la cabeza gacha y los ojos entornados por la luz de la mañana. Tenía la cara irritada por el gas pimienta, el aliento a pizza vieja, y el orgullo más golpeado que su mandíbula.
—Pinche mundo de cristal —murmuró, caminando hacia el estacionamiento con un papel de advertencia en una mano y una bolsa con sus cosas en la otra.
Lo habían arrestado por “uso excesivo de fuerza”, como si defender a un adolescente de un grupo de idiotas ricos fuera un delito. Pero claro, ellos tenían ropa cara y cara limpia. Y él... él parecía un vagabundo con actitud.
Caminó hasta la tienda donde dejó su Charger rojo. Pero no estaba.
—No... me... jodas —dijo, apretando los dientes.
Se quedó ahí parado unos segundos, tragando su rabia. Luego se pasó las manos por la cara con frustración.
—Genial. Genial, Johnny. Una noche en la cárcel, te gasean como cucaracha, y ahora te roban el auto. ¿Qué sigue? ¿Una multa por respirar mal?
Se sentó en la banqueta, solo. Sacó su celular destartalado, lo encendió y leyó un mensaje de Miguel:
"Todo bien. Tu carro está en casa, no te preocupes. Lo llevamos nosotros. No preguntes cómo. P.D.: tu carro necesita una buena lavada."
Johnny soltó una risa seca.
—Maldito nerd —dijo, negando con la cabeza.
Se levantó con esfuerzo, estirando la espalda como si tuviera el doble de su edad. Empezó a caminar rumbo al edificio. Le dolía todo: el cuerpo, el orgullo, la vida. Iba maldiciendo su suerte, arrastrando los pies. No tenía ni para el bus.
Después de casi media hora de caminata, llegó por fin al complejo. En la fuente del patio, vio a Miguel sentado, revisando su teléfono con cara de sueño.
—Ey, Miguel... —dijo Johnny, con voz ronca—. ¿Y mi carro?
Miguel levantó la vista y sonrió al verlo.
—Sí, y también le dimos una vuelta. Bueno… él —señaló hacia un costado—. Río lo manejó. Yo solo traté de no matarnos.
Johnny frunció el ceño.
—¿Quién carajos es Río?
Justo en ese momento, Río salía de uno de los departamentos del primer piso. Esa mañana había hecho trato con la casera para alquilar un apartamento pequeño. Nada especial, pero servía para lo que necesitaba.
—¿Qué pasa, viejo? Soy Río —dijo al ver a Johnny—. Buena pelea la de ayer, ¿eh? Parecías todo un Bruce Lee.
Se acercó a Miguel con una sonrisa confiada. Johnny lo miró de reojo, sin detenerse.
—¿Qué estilo era ese? ¿Jiu-Jitsu, Muay Thai? —preguntó Miguel, curioso.
—Es karate, mocoso —respondió Johnny, con tono seco, mientras caminaba hacia los buzones.
Río lo siguió con la mirada.
—¿Puedes ser mi profesor de karate? —dijo Miguel de repente—. Quiero aprender, para que no me molesten más en la escuela.
Johnny se detuvo solo un segundo.
—No se dice profesor… se dice sensei. Y no. Dejé el karate hace tiempo. Ya no lo practico, y mucho menos lo enseño —dijo antes de meterse en su departamento y cerrar la puerta sin mirar atrás.
Quedamos en silencio. Río se encogió de hombros.
—Bueno, parece que el viejo necesita café —bromeó.
Miguel soltó una pequeña risa. Río se giró hacia él.
—Me voy a dar una vuelta. Voy a la tienda a comprar algo de ropa y comida para el mes. Nos vemos más tarde, ¿va?
—Dale, suerte —respondió Miguel.
Río se puso los guantes, bajó la escalinata y caminó hacia su moto.
Reseda, California —1 :00pm
Tienda de descuentos. Música noventera sonando por altavoces desgastados. Luz blanca que cansa la vista.
Río recorría los pasillos con paso tranquilo, una canasta colgada del brazo. Podía darse el lujo de ir a un lugar más caro, sí. Tenía dinero suficiente para vivir cómodo por varios años, pero odiaba despilfarrarlo. Aprendió a valorar cada billete cuando conseguir uno significaba arriesgarse.
Metió al carrito lo necesario: arroz, pasta, algunas latas, café, productos de limpieza. Luego pasó por el área de ropa. Agarró una sudadera negra sencilla y un par de jeans. No marcas, no etiquetas llamativas. Él no necesitaba verse rico, necesitaba pasar desapercibido.
Mientras avanzaba, notó a dos tipos cerca de la entrada. Uno miraba demasiado los bolsos ajenos. El otro hacía como que hablaba por teléfono, pero no dejaba de escanear a la gente.
Río los analizó. Nerviosos, mal disfrazados. Ladrones de segunda.
—Pendejos —murmuró, pero siguió su camino.
Agarró un cepillo de dientes nuevo, algo de jabón y unos auriculares baratos. Revisó su billetera. Billetes de sobra, pero su instinto siempre le decía: compra solo lo que vas a usar.
En la fila para pagar, vio cómo uno de los tipos tropezaba "accidentalmente" con una señora mayor. El otro, en el mismo segundo, metía la mano en su bolso.
Río soltó un suspiro.
—par de Pendejos con las viejitas no -penso rio
Caminó hacia ellos sin decir palabra. Le tocó el hombro al ladrón justo cuando este ya tenía la cartera en la mano. El tipo se giró, sorprendido.
Río le quitó la cartera con una sola mano, firme, sin violencia. Se la devolvió a la señora.
—¿Qué te pasa, güey? —soltó el tipo, intentando intimidar.
Río no respondió. Solo lo miró, directo, sin expresión. El ladrón dudó. El otro ya se había ido. Este también decidió que no valía la pena y salió rápido de la tienda.
—Muchas gracias, hijo… —dijo la señora, temblorosa.
—No hay problema madre cuidese—respondió Río, como si fuera algo normal.
Pagó todo sin prisa, tomó sus bolsas y salió. Afuera, el sol pegaba fuerte. Se acercó a su moto, guardó las compras en el maletero y se puso los guantes.
Tenía lo suficiente para vivir bien, pero el lujo nunca fue lo suyo. No buscaba comodidad. Buscaba algotranquilo.
Reseda, California — 11:00 PM
Apartamento de Johnny. Persianas cerradas. Silencio denso.
Johnny estaba tirado en su viejo sofá, en camiseta sin mangas y con una botella de cerveza en la mano. La mesa frente a él estaba llena de botellas vacías, restos de pizza y ceniceros con colillas apagadas a medias.
En la televisión pasaban una vieja película de acción. Chuck Norris, creo. No importaba cuál. Lo que importaba eran las peleas. Los golpes. El contacto. Eso que ya casi nadie entendía.
Los ojos de Johnny estaban fijos en la pantalla, pero su mente estaba en otro lugar. En otro tiempo.
Flash. El dojo Cobra Kai.
Flash. El sensei gritando: "¡Strike first! ¡Strike hard! ¡No mercy!"
Flash. Torneos. Patadas. Caídas. La adrenalina. La gloria.
Flash. El suelo de aquel maldito torneo de 1984. La grulla. El dolor.
Flash. Daniel LaRusso levantando el trofeo mientras él, Johnny, se quedaba en el piso tragándose su derrota.
Tomó otro trago largo de cerveza y lanzó la botella vacía hacia la basura. Falló. No le importó.
—Todos eran unos traidores —murmuró.
Dejó que el zapping siguiera en automático. Hasta que… apareció.
Daniel LaRusso. Sonriente. Bien vestido. Frente a un auto brillante.
—¡Hola, soy Daniel LaRusso y aquí en LaRusso Auto Group te pateamos los precios!
El comercial era un mal chiste. Música alegre, efectos tontos, él sonriendo como si fuera el rey del universo.
Johnny se quedó quieto. Los nudillos blancos alrededor del control remoto.
Volvió a sonar:
—¡Y recuerden! En LaRusso Auto Group, lo tratamos como familia.
CRASH.
Johnny lanzó el control contra la televisión. La pantalla parpadeó, la imagen se congeló. Quedó en negro.
Se quedó ahí, en silencio. Respirando fuerte. La mandíbula apretada.
—Maldito LaRusso… —escupió.
Se recostó hacia atrás, los ojos cerrados. Lo odiaba. Odiaba cómo él salió bien parado. Cómo todos lo miraban como un héroe, como un ejemplo. Y él... él era el que nunca pudo levantarse del todo
Johnny salió tambaleándose de su apartamento, todavía con el sabor a cerveza y derrota en la boca. Cerró la puerta sin mirar atrás y se dirigió a su auto, con la idea fija en un destino que no visitaba en años: la arena All Valley.
Manejó en silencio por calles mal iluminadas. El estéreo sonaba apenas, un cassette viejo de rock ochentero que crujía más de lo que tocaba. Cuando llegó, estacionó su Charger rojo justo frente a la entrada del recinto.
Se bajó despacio, como si el lugar pesara más que el aire. Caminó hasta la reja cerrada, observando a través del enrejado las sombras del edificio. Sus pasos se detuvieron cuando los recuerdos empezaron a golpear.
Flash. Su sensei ahorcándolo en el vestidor por haber ganado el segundo lugar.
Flash. El trofeo en el suelo. La humillación.
Flash. La caída de Cobra Kai. El abandono. El olvido.
Johnny tragó saliva. Respiró hondo. Se pasó una mano por la cara.
¡BANG!
Un golpe seco interrumpió todo. Metal contra metal. Se giró de inmediato y vio su auto... con la parte trasera hundida.
—¡Mierda! ¿Qué más puede pasar? —gritó, corriendo hacia la escena.
Una camioneta negra se había estrellado contra su clásico. Dentro, vio a tres chicas adolescentes gritando, nerviosas, tratando de salir de ahí.
—¡Ey! ¡Bájense ahora mismo! ¡Miren lo que le hicieron a mi carro! ¡Voy a llamar a la policía! —gritó Johnny, golpeando la ventana con la palma abierta.
Las chicas chillaban, asustadas. Y sin esperar un segundo más, una de ellas pisó el acelerador a fondo. La camioneta salió disparada, huyendo del lugar con las luces traseras parpadeando.
—¡No jodan! —rugió Johnny, corriendo de regreso a su auto.
Se subió de golpe, giró la llave.
Nada.
Volvió a intentarlo.
Silencio.
—¡Vaya mierda! —gritó, y golpeó el volante con ambas manos.
¡BOOM!
Las bolsas de aire se activaron de golpe, explotándole directo en la cara.
—¡Fucking shit! —gritó Johnny, sobándose la nariz mientras se hundía en el asiento, derrotado por el universo otra vez.
Pasaron unos minutos. Una grúa apareció y empezó a enganchar el Charger.
—Bien, cuídalo. Mañana lo recojo —dijo Johnny al conductor.
—Sí, lo que sea —respondió el tipo, sin entusiasmo.
—¡Oye! ¿Dónde lo van a llevar?
—Está en la tarjeta —dijo el conductor, lanzándole una antes de subirse al camión y alejarse.
Johnny miró la tarjeta bajo la luz amarilla del poste. La sostuvo unos segundos, frunciendo el ceño mientras leía.
“LaRusso Auto Group”
Se quedó en silencio.
—Debes estar jodiéndome… —susurró, apretando la tarjeta entre los dedos.
Al día siguiente, Río se despertó temprano en su nuevo apartamento en Reseda. El sol californiano se filtraba por las persianas, iluminando la habitación con una luz cálida. Después de una rápida ducha, se preparó un desayuno sencillo: huevos revueltos, tostadas y café negro. Mientras comía, pensaba en su plan para el día: inscribirse en la escuela que Miguel le había recomendado y explorar el Valle para familiarizarse con su nuevo entorno.
Con su mochila al hombro, salió al estacionamiento y encendió su motocicleta. El rugido del motor rompió el silencio matutino mientras aceleraba por las calles de Reseda, disfrutando de la brisa en su rostro.
Inscripción en la escuela
Río llegó a Reseda High School, ubicada en la calle Kittridge. El edificio de ladrillos rojos y amplios ventanales le dio una sensación de familiaridad. Entró al edificio principal y se dirigió a la oficina de administración.
—Buenos días, vengo a inscribirme como nuevo estudiante —dijo Río a la recepcionista.
La recepcionista, una mujer amable de mediana edad, le sonrió.
—Claro, ¿tienes tus documentos?
Río asintió y entregó los papeles necesarios. Después de revisar todo, la recepcionista le entregó su horario de clases y un mapa de la escuela.
—Bienvenido a Reseda High School, Río. Si necesitas algo, no dudes en preguntar.
Río agradeció y salió de la oficina, sintiéndose oficialmente parte de la comunidad estudiantil.
Explorando el Valle
Con la inscripción completada, Río decidió aprovechar el resto del día para conocer mejor el Valle. Montó su motocicleta y se dirigió hacia el sur por Reseda Boulevard, una de las principales arterias de la zona.
Su primera parada fue el Marvin Braude Mulholland Gateway Park, un parque de 1,500 acres en las montañas de Santa Mónica. Dejó su motocicleta en el estacionamiento y caminó por uno de los senderos, disfrutando de la naturaleza y las vistas panorámicas del Valle.
Después de una caminata revitalizante, regresó a su motocicleta y continuó su recorrido. Pasó por el Reseda Park and Recreation Center, donde observó a familias disfrutando de un día soleado, niños jugando en el parque y personas paseando a sus perros.
Más tarde, se detuvo en una cafetería local para almorzar. Mientras comía, observaba el bullicio de la vida cotidiana en Reseda: estudiantes saliendo de la escuela, trabajadores en su hora de almuerzo y vecinos conversando en las aceras.
Reseda, California — 6:42 PM
Al caer la tarde, Río regresó a su apartamento. El cielo ya estaba teñido de naranja y el aire empezaba a enfriarse. Mientras estacionaba la moto, vio a Miguel sentado en las escaleras del edificio, con una expresión entre emoción y nervios.
—¿Qué onda, Miguel? —saludó Río, apagando el motor.
—Ey, justo te esperaba. Adivina qué —dijo Miguel, levantándose de golpe—. Johnny me preguntó si de verdad quería aprender karate… y aceptó enseñarme. Va a ser mi sensei.
—¿Qué? —dijo Río, levantando las cejas—. Vaya, te vas a volver todo un campeón entonces —añadió con una risa, chocándole los cinco.
Miguel sonrió como niño con juguete nuevo, pero no tardó en lanzarle la invitación.
—Oye… tú también podrías entrar conmigo. Ya sabes, aprender karate. ¿Qué te parece?
Río se lo pensó un segundo, rascándose la nuca.
—No sé, amigo. Sé un poco de box y algo de muay thai, pero no sé si estoy hecho para el karate… muchas reglas, y según sé, solo vale un golpe. No es lo mío.
—Vamos, al menos entra para ayudarme a entrenar. Ya luego ves si te gusta y te quedas —dijo Miguel, con esa sonrisa de quien no acepta un "no" fácil.
Río lo miró, dudando. Luego suspiró, resignado.
—Bien, bien. Entraré. No tengo mucho que hacer de todos modos.
—¡Eso! —dijo Miguel, dándole un leve empujón en el hombro—. Vas a ver, va a estar chingón.
Los dos entraron al edificio charlando sobre lo que les esperaba. Río pasó unas horas en el departamento de Miguel, cenaron algo ligero y vieron una película sin mucho interés. Cuando el reloj marcó las diez, Río decidió que ya era hora de irse.
Bajó las escaleras, y justo cuando estaba por entrar a su departamento, escuchó la puerta del conjunto abrirse. Era Johnny, entrando, con cara de cansado y el andar de alguien que no dormía bien desde hace años.
—Hey, ¿qué pasa, viejo? —dijo Río, recargándose contra la pared—. Miguel me contó que vas a ser su sensei.
Johnny lo miró con un leve asentimiento.
—Sí. Voy a abrir un dojo. Es hora de darle un giro a mi vida… tratar de hacer algo bien por una vez, ¿sabes?
—Claro, viejo. Suena bien —respondió Río, sincero—. Por cierto, nunca me presenté bien. Soy Río Álvarez. Aunque supongo que Miguel ya te habló de mí.
—Johnny Lawrence —dijo él, estrechando su mano con fuerza—. Oye… si te interesa, puedes unirte también. Estás invitado.
—Sí, Miguel me lo dijo. Me voy a quedar un tiempo, veré qué onda —respondió Río con una media sonrisa—. Bueno, viejo, me voy. Nos vemos luego.
—Nos vemos, Río —dijo Johnny mientras abría la puerta de su departamento.
Río entró al suyo y cerró la puerta con suavidad. Se quitó la chaqueta, tiró las llaves sobre la mesa y se dejó caer en el sillón. Después de unos segundos, sacó la billetera del bolsillo trasero. De uno de sus compartimientos, deslizó una fotografía.
La miró en silencio.
En la foto, su madre sonreía abrazada a un joven Johnny Lawrence, mucho antes de las canas, las derrotas y las cervezas vacías. No había duda. Lo había encontrado.
Pero ahora… no sabía si debía decírselo o no. No era el momento.
Lo guardaría, por ahora.
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