Sábado – 12:14 PM — Apartamento de Johnny
El sol ya golpeaba con fuerza las ventanas cuando Río llegó al edificio. Había llegado tarde, se duchó, comió algo rápido y salió directo hacia la puerta de Johnny, esperando encontrar a Miguel ahí.
Toc toc.
Esperó unos segundos. Se escuchó algo adentro. Unos pasos arrastrados. Finalmente, la puerta se abrió.
Era Johnny. Camisa arrugada, ojeras marcadas, y una cerveza en la mano. Pero despierto.
—Río… ¿cómo va todo?
—¿Dónde está Miguel? ¿Ya está mejor?
Johnny asintió, haciéndose a un lado.
—Está en el sofá. Se quedó dormido hace rato.
Río entró despacio, mirando alrededor. El lugar olía a polvo, cerveza y pasado. Miguel estaba ahí, con una cobija encima, respirando tranquilo. Golpeado, sí… pero vivo.
—Se ve jodido —dijo Río, en voz baja.
Johnny se quedó de pie, con la espalda apoyada contra la puerta. Lo miró con una mezcla de complicidad y respeto.
—Oye, Río. Sé que fuiste tú. Lo del carro de ese chico.
Río levantó una ceja. No dijo nada.
—Solo quería decirte… bien hecho —dijo Johnny, dándole un sorbo a su cerveza sin apartar la mirada.
Río esbozó una sonrisa corta.
—Gracias.
Se hizo un silencio breve. De esos donde se dice mucho sin decir nada.
—Sabes que, cuando la mamá de Miguel lo vea así… le va a decir que deje el karate, ¿verdad?
—Lo sé —admitió Johnny—. Pero voy a tratar de convencerla. No quiero rendirme con el dojo. Ni contigo. Ni con Miguel.
Apartamento de Johnny – Más tarde esa tarde
—Hey, Miguel. Despierta —le dije, moviéndolo un poco por el hombro.
—Cinco minutos más, yaya… —respondió medio dormido, con la voz arrastrada.
—¡Despierta, cabrón! —le solté más fuerte, dándole una palmadita en el pecho.
Miguel abrió los ojos de golpe.
—¿Qué pasa, Río?
—¿Cómo estás? ¿Qué te duele?
Se quedó unos segundos pensando antes de mover una mano hacia su estómago.
—El abdomen… fue ahí donde me dieron más con los palos de lacrosse —dijo, haciendo una mueca de dolor.
—Mierda, viejo… —negué con la cabeza—. Sabes que tienes que recuperarte rápido, volver al dojo y esta vez… partirle el hocico a Kyler. En serio.
Miguel solo asintió, todavía adolorido pero con esa chispa volviendo a sus ojos.
Pasaron un par de horas. El sensei y yo pensamos que ya era momento de llevarlo a su casa. Aunque había dormido algo, su cama era mejor que ese sofá duro lleno de latas vacías y el olor rancio a cerveza.
—Vamos, arriba —le dije, pasándole el brazo por los hombros para ayudarlo a levantarse.
Nos fuimos caminando lento, subiendo las escaleras, hasta que llegamos al departamento de los Díaz. Toqué la puerta. Tardó apenas unos segundos en abrirse.
Y entonces… Carmen lo vio.
—¡Miguel! —exclamó, horrorizada, al ver el rostro de su hijo. Ni siquiera le dio tiempo a hablar.
Fue como soltar una bomba.
—¡¿Qué carajo le pasó?! —gritó, volteando de inmediato hacia Johnny, que venía detrás de nosotros.
—Carmen, espera…
—desde que se junta contigo ah llegado a casa con moretones que mierda le haces a mi hijo—le gritó sin contenerse, llena de rabia y miedo.
Miguel intentó calmarla.
—Mamá, espera… no fue su culpa. En serio
Pero Carmen no escuchaba razones. Sus ojos estaban enrojecidos, su voz cargada de furia.
—¡Ya basta! ¡Entra, Miguel! ¡Y tú, Johnny… no te acerques más!
Johnny no respondió. No hizo falta. Lo que tenía que decir ya lo sabía. Se quedó un segundo ahí parado, viendo cómo Carmen cerraba la puerta de un portazo. Luego se giró y se fue sin decir palabra.
Yo tampoco dije nada. Solo le di un último "cuídate" a Miguel con la mirada y regresé a casa. No quería más esa noche. Solo… dormir.
Punto de vista de Johnny – Más tarde esa noche
Volví a casa solo. Cerré la puerta y todo estaba en silencio, menos mi cabeza.
El piso todavía tenía vendas con sangre. Toallas con restos secos. Marcas de zapatos sucios. Toda la escena del caos seguía ahí, como recordatorio físico de lo que pasó. Me quedé de pie, mirándolas. Pensando en cada golpe que recibió Miguel.
Me culpaba.
Por no enseñarle suficiente.
Por no haber estado cuando lo necesitó.
Por no haberlo preparado.
Me odiaba por eso.
Y luego estaba él. Daniel LaRusso. Siempre apareciendo. En el baile mientras yo pegaba mis volantes el estaba ahi Siempre ahí, como si fuera mi maldita sombra, como si el universo no pudiera dejarme vivir en paz. Siempre con esa sonrisa de campeón, como si me recordara a diario que yo fui el segundo lugar.
Fui hasta la nevera. Tomé una cerveza. Me la bajé de un trago. Luego otra. Y otra. No pensaba. Solo lo hacía.
Cuando la cerveza se acabó, salí a buscar más. Caminaba por las calles de Reseda, bebiendo directo de la lata, con los ojos perdidos.
Y fue entonces que lo vi.
El anuncio gigante.
El de Daniel. En la calle principal.
Él, sonriendo con esa sonrisa de publicidad, esa pose perfecta, ese maldito eslogan de autos.
Lo odié.
No el cartel. No la cara. Lo que representaba.
Perfecto. Campeón. Ejemplo. Intocable.
Cerca del anuncio, un chico joven pintaba un mural. Usaba latas de spray y auriculares enormes. Me acerqué tambaleando.
—Hey, chico… —le dije, apuntando la lata que tenía en la mano—. ¿Te molesta si hacemos un cambio?
El chavo se sacó los auris y me miró raro.
—¿Qué cambio?
Le extendí dos latas de cerveza.
—Por tu lata de pintura roja.
El tipo dudó un segundo. Luego sonrió y me la entregó.
—Cuidado con lo que haces, viejo.
—Sí, sí, no te preocupes.
Minutos después, yo estaba subiendo por la escalera lateral del anuncio como si tuviera veinte años. Nadie me vio. Era tarde. No importaba.
Me senté sobre la estructura, abrí la lata de pintura, y empecé a "crear".
Justo en la cara de Daniel.
Un pene gigante. Perfectamente delineado. Directo a su boca.
Me reía solo. Como un niño.
Como si el mundo se hubiera detenido y solo existiera esa pequeña victoria.
—¡Toma, campeón de mierda! —grité, riéndome.
Y en ese momento, por más patético que pareciera…
Me sentí mejor.
Domingo – 5:00 AM
La alarma sonó con un pitido agudo y constante.
No era lunes. No había escuela.
Pero yo ya estaba despierto.
Después de ver cómo dejaron a Miguel, algo en mí se encendió.
No era culpa.
Era fuego.
Un tipo de enojo tranquilo que no se grita... se entrena.
Me puse la ropa deportiva, tomé agua, ajusté los audífonos y salí.
Destino: la playa.
Playa de Reseda – 5:40 AM
La brisa estaba fría. La arena, húmeda.
El cielo todavía era azul oscuro, con una línea naranja al fondo, anunciando que el sol venía en camino.
Empecé a correr.
Pasos pesados. Arena blanda. Cada zancada era un castigo para las piernas.
Escuché que correr en la playa te forja. Que hace que tus pasos se vuelvan más fuertes, más firmes. Que no se trata de velocidad… sino de resistencia.
Corrí hasta las 8:00.
Sudor en los ojos. Arena en las zapatillas. Respiración quemando la garganta.
Pasé a varios corredores, pero no los vi.
Con los audífonos puestos, yo iba en mi mundo.
Mi pelea era interna.
Mi cuerpo protestaba, pero mi cabeza lo empujaba:
"Más. No pares. Uno más."
9:00 AM – Afuera del edificio
Volví a casa, bajando de la moto con los músculos tensos y la camiseta empapada.
Johnny estaba ahí, recargado en la pared del edificio con una cerveza abierta aunque apenas era de mañana. Me miró sin sorpresa, como si supiera que aparecería así.
—Buenos días, Río —dijo, mirándome de arriba abajo—. ¿Entrenando desde temprano?
—Algo así —respondí, sacándome los guantes sin dejar de respirar agitado.
Me acerqué.
—¿Qué ha dicho Miguel? ¿Cómo va?
—Nada aún. No ha salido de su casa. Pero esperemos que se recupere —contestó Johnny, dando un trago.
Hubo una pausa corta.
—Mañana puedes ir al dojo a practicar si quieres —añadió, con tono tranquilo—. La puerta estará abierta.
Asentí sin pensarlo.
—Sí, me daré una vuelta después de la escuela. Nos vemos.
Me despedí con un gesto leve y entré.
Tarde de domingo – Apartamento de Río
El resto del día fue mío.
Vi un par de películas viejas, puse algo de música y me quedé haciendo sombra frente al espejo del cuarto, marcando golpes con los puños vendados, corrigiendo mi postura, enfocando la respiración.
Cada tanto, revisaba el celular.
Las redes seguían explotando.
El carro de Kyler aún era tendencia.
Fotos, chismes, teorías conspirativas. Algunos lo tomaban como broma. Otros como justicia. Pero nadie tenía una pista clara. No había nombre. No había rostro.
Y todavía, entre los videos virales del baile, seguía apareciendo el mismo clip:
Ghostface en el centro de la pista.
Bailando. Esquivando. Girando a Daniel LaRusso como si fuera parte del show.
Y la gente, feliz.
Convencida de que había sido contratado por la escuela para animar el evento.
"¿Quién era?"
"No sé, pero se rifó."
"Que vuelva para el de Navidad."
Lunes – Día siguiente
Me levanté temprano y pasé primero por el departamento de Miguel. Toqué la puerta con calma. Me abrió su mamá, con cara de no haber dormido bien.
—Miguel se va a tomar unos días más —me dijo seca, pero sin agresividad. Solo preocupada.
—Está bien, lo entiendo. Dígale que le mando un saludo —respondí con un leve gesto, y me marché.
Subí a la moto y me dirigí a la escuela. El sol ya estaba alto, pero el aire aún era fresco. Apenas llegué a la entrada, vi a Dimitri y Eli esperándome cerca de las rejas.
—¿Qué pasa, chicos? —dije, bajando de la moto y chocando puños con ellos.
—¿Cómo está Miguel? —preguntó Dimitri, algo más serio de lo normal.
—Está bien, pero va a tardar un poco en recuperarse. Se llevó buena paliza.
Entramos al edificio. La mañana avanzó tranquila. Una calma tensa, de esas que huelen a que algo está por estallar. Kyler seguía siendo el mismo idiota de siempre, repartiendo miradas altaneras y empujones a los más callados.
Su carro destrozado parecía no haberle afectado en nada.
Sam y él… cada vez más juntos. Más risas tontas, más toques de brazo, más "te ves lindo hoy" entre clase y clase. Una escena casi patética.
Cerca del almuerzo, noté algo raro. Un grupo de alumnos en las escaleras hacían ruidos de cerdos, como gruñidos, acompañados de risas. Me giré para ver a quién iba dirigido.
Una chica bajaba por los escalones cabizbaja, la mochila colgándole de un solo hombro. La reconocí de lejos, aunque nunca habíamos hablado.
—¿Qué pasa? ¿Por qué hacen eso? —le pregunté a Eli, que se mantenía algo al margen.
—El día del baile… Yasmin subió un video de ella —me dijo con voz baja—. Le puso nariz y orejas de cerdo mientras comía. Lo mandó a toda la escuela.
Miré a la chica otra vez. Iba sola. Nadie decía nada por ella.
—¿Cómo se llama?
—Aisha, creo. ¿Por qué?
—Nada importante.
Me separé del grupo y caminé directo hacia ella. Justo en ese momento, Sam también se acercaba. Llegamos casi al mismo tiempo.
—Aisha, son gente con memoria corta. Lo olvidarán pronto —le dijo Sam, tratando de sonreír.
Aisha levantó la mirada, con los ojos cargados de rabia.
—Sí, Sam… pero yo no. Yo voy a recordarlo toda la vida —respondió con la voz tensa.
—Aisha, ¿cierto? —intervine, calmado.
Ella me miró con desconfianza.
—¿Qué quieres? ¿Vienes a burlarte también?
—No. Descuida. Soy Río Álvarez —dije, extendiéndole un volante—. Te venía a invitar al dojo Cobra Kai. Si algún día te cansas de ser la burla de todos… ve. Ahí te van a enseñar a defenderte. Y más importante: a no agachar la cabeza.
Aisha tomó el volante con dudas. Lo leyó. No dijo nada… pero lo estaba pensando.
Entonces, Sam intervino.
—Aisha, no te unas. Mi papá dice que Cobra Kai es para rufianes… gente mala. No te va a hacer bien.
Yo me giré hacia Sam.
—¿Y tus amigas qué son, entonces? ¿Las buenas?
Eso la hizo callar.
Aisha apretó los labios, luego le arrebató el volante de la mano a Sam quien se lo habia quitado.
—Es mi decisión. No tuya —dijo sin mirarla, y se fue caminando con la hoja en la mano.
Me quedé ahí, viendo cómo se alejaba, con paso firme.
Después del almuerzo – Clase de química
Volvimos a las clases. Nada fuera de lo normal. Química. No era tan aburrida como otras veces. El profe hablaba de compuestos, enlaces, y esas cosas que nadie recordaría mañana.
Apenas me senté en mi lugar, escuché una voz familiar a mi lado.
—¿Dónde estuviste? Te busqué, pero no te encontré después de que te fuiste.
Volteé. Jade. Misma mirada seria, delineador oscuro, tono entre aburrido y molesto, como si el mundo siempre la fastidiara.
—Tuve una emergencia —respondí, sacando la libreta—. Nada grave. Tuve que irme rápido.
Ella me miró de reojo, con esa expresión que no decía si creía o no.
—Quería bailar contigo un poco más —soltó, así nomás, sin rodeos.
Levanté la mirada y sonreí.
—Eso quiere decir… ¿que me estás invitando al próximo baile que haya?
—No lo sé. Tal vez —dijo, encogiéndose de hombros con indiferencia, pero sin quitarme la mirada.
—Anotado —respondí con una sonrisa mientras abría la libreta.
Volvió a mirar al frente, como si nada. Pero sus labios esbozaron una sonrisa apenas visible.
Lunes – 4:27 PM – Dojo Cobra Kai
Después de clases, como había prometido, fui directo al dojo. Me quité la mochila, colgué la chaqueta en el perchero junto a la entrada y caminé sobre el tatami todavía con algo de cansancio en las piernas.
Johnny estaba allí, sentado en una silla de metal plegable, bebiendo de una botella de agua mientras anotaba algo en una libreta vieja y maltratada. Al oírme entrar, levantó la vista.
—Llegaste, por fin. Vamos a trabajar hoy en lo que casi nadie quiere: control, precisión… y patadas. A ver si no eres solo boca y sabes mover esas piernas de boxeador callejero —dijo, poniéndose de pie.
—Vamos a ver, sensei —respondí, sonriendo un poco, estirando los brazos.
—Calienta mientras preparo el dummy.
Pasé a la esquina del tatami, me puse en posición, y empecé a estirar. Tobillos. Caderas. Cuello. Respiración lenta. El aire en el dojo tenía ese olor mezcla de sudor, limpiador barato y cuero viejo. Pero tenía algo más: peso. Como si el lugar respirara contigo.
Johnny arrastró el dummy de entrenamiento al centro. Era de plástico duro, torso sin brazos, pintado con marcador negro por alguna generación anterior.
—Bien. Escucha —dijo Johnny, poniéndose en posición frente al dummy—. Hay una diferencia entre lanzar una patada y poner una patada donde importa.
Se plantó firme. Abrió ligeramente las piernas, levantó la guardia. Respiró profundo.
—Primero, lo básico. Mae Geri. Patada frontal. No solo es levantar la pierna y empujar. Es impulso, bloqueo de cadera, control.
Levantó la rodilla derecha como si cargara energía, y de golpe, ¡paf!, lanzó una patada directa al abdomen del dummy. Precisa. Limpia.
—¿Viste? Nada de bamboleo. Nada de dramatismo. Solo impacto.
Asentí.
—Ahora tú.
Tomé su posición. Pierna izquierda adelante. Respiración en calma. Levanté la rodilla, lancé.
—¡Más arriba! ¡Y con intención, carajo! —gritó Johnny—. No estás espantando una mosca, estás sacando a alguien de tu camino.
—Otra vez —dije, más concentrado.
Esta vez me enfoqué. Rodilla firme. Cadera cerrada. Y pum, patada.
—Eso fue mejor. No perfecto, pero vamos acercándonos. Ahora... Yoko Geri. Lateral. Mucho más técnica. No es solo girar. Es transferir peso sin perder equilibrio.
Johnny giró con gracia inesperada para su edad y estatura. Su pierna voló recta y golpeó el costado del dummy. El sonido fue hueco, pero firme.
—Aquí importa tu centro de gravedad. Sin eso, te vas al piso o pateas aire.
Me puse en posición, repasé lo que dijo, y lo intenté.
Giré, pero la pierna no salió con la altura que quería.
—Detente. Estás girando como bailarina, no como peleador. Repite solo el giro, sin patear.
Lo hice. Una. Dos. Tres veces. Johnny se acercó, tomó mis caderas con ambas manos, y me ajustó la postura.
—Ahí. Siente el peso en la pierna de apoyo. La otra no sube porque no tienes confianza en tu base.
Respiré profundo. Una más.
Giré. Esta vez, la pierna voló más limpia. El golpe fue seco.
—¡Esa fue buena! —dijo Johnny, dando un pequeño salto—. Ahora combina ambas. Frontal. Lateral. Frontal. Lateral. Quiero ritmo, quiero repetición.
Pasé los siguientes veinte minutos lanzando patadas en secuencia. Mae geri. Yoko geri. Mae geri. Yoko geri.
Las piernas ardían. El sudor bajaba por mi espalda. El dummy parecía burlarse de mí.
—Ya sé que duele. ¿Crees que los campeones entrenan solo cuando se sienten bien? ¡Las piernas no se forman en el sofá! —gritaba Johnny como un entrenador en una película de los 80's.
Tomé un descanso breve mientras él demostraba un combo más fluido: patada frontal, lateral, giro completo con otra patada —una ushiro geri, patada trasera— y terminaba en posición perfecta.
—No tienes que llegar ahí hoy, pero ese es el camino.
—Lo intentaré.
—No intentes. Hazlo —me corrigió.
Volví al dummy. Repetí la secuencia. No tan limpio. No tan preciso. Pero más fuerte. Más convencido.
Después de casi una hora de repeticiones, estiramientos entre rondas y correcciones, Johnny se sentó otra vez en la silla.
—Tienes buena base, Río. Mejor que muchos. Lo que te falta es algo que nadie enseña: hambre.
—¿Hambre?
—Sí. De pelear. De mejorar. De demostrar que no te van a quebrar. Todos tenemos algo que nos llevó a esto. El karate no se enseña, se sobrevive. Y si sobrevives, dominas.
Me quedé callado un momento. Luego asentí.
—¿Sensei?
—¿Qué?
—¿Puede hacer otra vez el combo completo? El de las tres patadas, la frontal, lateral y la que gira.
Johnny se levantó, medio extrañado.
—¿Otra vez? ¿Por qué? Ya lo viste tres veces.
—Es para grabarlo. Un video.
Johnny frunció el ceño.
—¿Video? ¿Para qué?
—Publicidad. Promoción del dojo. Redes sociales.
—¿Redes de qué?
—Olvídelo. Solo... hágalo, y yo me encargo del resto.
Johnny suspiró, resignado.
—Estás loco, pero bueno. Dime cuando.
Me alejé unos pasos, saqué el celular, lo puse en modo cámara, cuadré el ángulo y le di "grabar".
—¡Listo, sensei! Cuando quiera.
Johnny respiró hondo. Se plantó de nuevo frente al dummy.
—Frontal. Lateral. Trasera. Una sola respiración.
Y entonces lo hizo.
Mae geri, rápido y fuerte.
Yoko geri, precisa, elegante.
Giro completo y ushiro geri, brutal, seco. El dummy se tambaleó.
Todo en menos de tres segundos.
—¡Listo! —dije, dejando de grabar—. Quedó perfecto.
Johnny regresó a su silla, sudado, con una mano en la espalda.
—Me vas a matar con tus locuras, Álvarez.
—Pero se verá épico en internet.
—"Épico". ¿Y eso qué significa ahora?
—Significa que más chicos vendrán. Más atención. Más alumnos.
Johnny bebió agua y murmuró:
—Mientras no sean payasos.
Time skip
Había pasado una semana desde el último entrenamiento serio con Johnny y durante esos días, sin importar el cansancio, el clima o los deberes escolares, Río no falló ni una sola vez en el dojo. Entrenaba todos los días después de clases, llegaba puntual, se cambiaba en silencio y se ponía a trabajar como si tuviera algo que demostrar, aunque nadie se lo pidiera. Corría por las mañanas, incluso antes del amanecer, y había convertido su rutina en una disciplina personal. Ya no era solo entrenar por entrenar, era empujar su cuerpo para estar preparado, porque después de ver cómo habían dejado a Miguel, había entendido que no se trataba de saber pelear, sino de estar listo para cuando el momento llegara.
Durante la semana también seguía cruzando palabras con Jade. No era algo formal ni forzado, simplemente pasaban más tiempo juntos: en clase, en los pasillos o en los cambios de hora. La conexión entre ambos se iba armando poco a poco, entre comentarios sarcásticos, miradas largas y silencios cómodos. Mientras tanto, Río también pasaba a ver a Miguel casi todos los días. Le llevaba tareas o simplemente se sentaban a hablar un rato. Miguel ya no tenía vendas ni hielo en el rostro; su voz se escuchaba más fuerte y sus bromas volvían a tener ese ritmo natural. Todavía no estaba listo para entrenar, pero su espíritu claramente ya estaba regresando.
El dojo seguía en pie, aunque todavía no explotaba. Mucha gente se acercaba, preguntaban por las clases, decían que volverían, pero al final nadie se animaba del todo. Los videos en redes ayudaban, pero parecía que aún faltaba esa chispa que los empujara a cruzar la puerta. Aun así, Johnny se mantenía firme, y Río también.
Fue ese lunes cuando Johnny llamó a Río a su improvisada oficina al fondo del dojo. El lugar era pequeño, con una mesa plegable, una cafetera vieja y un perchero donde colgaban varias bolsas negras. Johnny, sin decir mucho, se levantó, caminó hacia el perchero y sacó una de ellas.
—Mira lo que llegó —dijo, desenrollando con cuidado el contenido de la bolsa.
Se trataba de varios gi negros, perfectamente doblados, con el logo de Cobra Kai bordado al frente y el cinturón negro bien enrollado en la cintura. Eran nuevos, se notaba por el olor a tela fresca y el color intenso.
—Te dije que cuando llegaran te daría uno. Pues aquí está. Te lo ganaste.
Río tomó el uniforme con respeto. No era cualquier prenda, era un símbolo. El tacto de la tela era firme, grueso, como si no perdonara errores. Asintió y se lo guardó en su mochila como si estuviera recibiendo una armadura.
—¿Y los demás? —preguntó.
—Solo para los que lo merezcan. Tú estás adentro. A los otros se los daré cuando vea que se lo toman en serio.
Río solo respondió con un "gracias, sensei", y volvió al entrenamiento.
Finalmente, llegó el miércoles. Era uno de esos días donde todo parece rutinario hasta que algo cambia. En la entrada de la escuela, mientras los estudiantes caminaban como siempre entre casilleros, apareció Miguel. Venía tranquilo, mochila al hombro, una sonrisa leve y paso firme. Ya no se notaba débil, ni lento, ni adolorido. Estaba completamente recuperado.
Dimitri fue el primero en verlo.
—¡Miguel! —gritó desde su casillero, levantando la mano para saludarlo.
Eli también reaccionó, caminando rápido para alcanzarlo.
—¡Ey! ¡Qué milagro! ¿Ya puedes caminar sin parecer Robocop?
Miguel se rió mientras chocaba puños con los dos.
—Sí, ya me siento nuevo. Y ya no camino como robot.
Río llegó unos segundos después, bajando las escaleras con su mochila al hombro.
—¡Mira nada más! ¡Volvió el guerrero!
Miguel lo saludó con un choque de puños firme.
—¿Todo bien, muchacho? —preguntó Río.
—Todo. Ya estoy listo para volver al dojo. Mañana mismo me presento.
Río asintió con una sonrisa.
—Perfecto. Porque el sensei no va a tener piedad contigo.
—Eso quiero. Quiero volver a patear —respondió Miguel, más decidido que nunca.
Y así, entre saludos y bromas, Miguel volvió a la escuela. Pero se miraba que algo había cambiado en el.
Jueves – 4:36 PM – Dojo Cobra Kai
El sol golpeaba fuerte esa tarde, pero adentro del dojo, el ambiente era fresco gracias al nuevo aire acondicionado que habíamos instalado semanas atrás. El tatami brillaba, limpio. Las luces LED nuevas daban una sensación de que el lugar, aunque pequeño, era serio. Con propósito.
Yo ya estaba dentro, con el gi puesto por primera vez. Negro, ajustado. Se sentía raro al principio, como si no fuera mío todavía, pero a la vez… encajaba.
Johnny estaba frente al dummy, dándole golpes lentos pero firmes, corrigiendo técnica. El sonido hueco del impacto era lo único que se escuchaba, hasta que la puerta del dojo se abrió de golpe.
Miguel entró.
No dijo nada al principio. Solo dio un paso, se quedó de pie con la mochila al hombro, y miró el lugar. Respiró hondo, como si necesitara absorber el ambiente.
Johnny lo notó y se giró.
—¡Mira quién regresó de entre los muertos! —dijo con una sonrisa burlona.
—Ya era hora —agregué yo, caminando hacia él.
Miguel dejó la mochila a un lado y se acercó.
—Estoy listo, sensei. Más fuerte que antes.
Johnny asintió.
—Eso espero. Porque no voy a tratarte con guantes de seda.
—No quiero que lo haga.
Johnny asintió otra vez, más serio esta vez. Lo miró de arriba abajo.
—cuando vuelvas a ganarte tu gu te lo doy. Hoy, entrena en ropa deportiva. Te lo ganas de vuelta.
Miguel no discutió. Solo se quitó la chaqueta y se fue directo a calentar, como si nunca se hubiera ido.
Yo volví a mis movimientos. Miguel en el otro lado del tatami, repitiendo patadas con más cuidado que fuerza, pero sin miedo.
A los pocos minutos, la puerta del dojo se volvió a abrir.
Johnny ni volteó.
—Está cerrado para mirones. Las inscripciones son afuera —dijo sin ver.
—Vengo a entrenar —respondió una voz firme.
Yo giré la cabeza.
Era Aisha.
Llevaba el uniforme deportivo más básico que encontró: pants gris, camiseta negra sin logo. El cabello recogido en una coleta tensa y la mirada dura.
Johnny alzó la vista, un poco sorprendido.
—¿Tú eres...?
—Aisha. Vengo porque estoy harta de que me traten como si no valiera nada.
Johnny la miró por un segundo más, luego le señaló el interior.
—Entonces pasa. Si viene Cobra Kai no acepta a mujeres are una excepción solo no vengas a quejarte que el entrenamiento es muy duro dijo Johnny
Ella asintió y entró, dejando la puerta cerrarse sola detrás de ella.
Miguel y yo nos miramos rápido. Él asintió, como diciendo "bien por ella", y seguimos entrenando. Johnny se acercó a Aisha y le dio instrucciones básicas: cómo pararse, cómo poner las manos, cómo lanzar un puño sin romperse el pulgar. Ella absorbía todo en silencio, sin quejarse, con los ojos fijos en cada movimiento.
Al poco tiempo ya estaba golpeando el dummy con más fuerza de la que esperaba. No técnica aún, pero sí con ganas. Mucha.
Johnny sonrió, satisfecho.
—Mejor que muchos idiotas que he visto por aquí.
—¿Eso es un cumplido? —preguntó Aisha.
—Para mí, sí —respondió Johnny, dándole una palmada en el hombro—. Bienvenida a Cobra Kai.
La clase de ese día no fue larga, pero sí intensa. No hubo charla motivacional. No hubo discursos. Solo técnica, respiración y sudor.
Cuando terminó, Johnny nos hizo formar al frente del dojo. Miguel a un lado, yo del otro, y Aisha al final. Nos miró con los brazos cruzados.
—Ahora sí empieza lo bueno. Ya tengo soldados, no principiantes. Prepárense. Cobra Kai va a crecer, y los que estén aquí primero… van a ser los que marquen el ritmo.
Miré a Miguel, que respiraba agitado pero con orgullo. Aisha, con los puños cerrados, se quedó mirando el logo en la pared: Strike First. Strike Hard. No Mercy.
—————
Deje un comentario