Cherreads

Chapter 4 - baile parte 1

Reseda, California – Mañana siguiente

El sol apenas empezaba a calentar el pavimento cuando Johnny abrió el dojo. Aún con café en mano, ya estaba de mal humor.

—¡Vamos, par de larvas, despierten esos músculos! —gritó mientras Miguel y yo entrábamos por la puerta.

Miguel bostezaba. Yo solo me quité la chaqueta y la tiré sobre una silla.

—Hoy no hay técnica. Hoy es resistencia, dolor y mentalidad. Así que prepárense para sufrir —dijo Johnny, encendiendo los speakers con música ochentera a todo volumen.

Las siguientes dos horas fueron una tortura.

Lagartijas con los nudillos en el cemento. Sentadillas con sacos de arena al hombro. Golpes contra la pared. Johnny caminaba entre nosotros gritando como si estuviéramos en un campo militar.

Miguel terminó vomitando detrás del dojo.

Yo… resistí. Apenas. Pero resistí.

Cuando terminó, los tres estábamos tirados en el tatami, respirando como si hubiéramos corrido una maratón con una piedra en el pecho.

—Esto… fue brutal —dijo Miguel entre jadeos.

—Esto es karate, viejo —le respondí, con media sonrisa.

Johnny destapó una cerveza, recargado en la pared del dojo, sudado pero satisfecho.

—Lo que no los mata… los hace Cobra Kai.

Se quedó un momento en silencio, observándonos tirados en el tatami.

—Y a todo esto… ¿no tienen amigos que quieran unirse? —preguntó con tono casual.

—¿Amigos? —Miguel lo miró desde el piso.

—Bah, olvídenlo. Seguro ni amigos tienen —dijo Johnny, decepcionado—. Si no conseguimos más alumnos este mes, el dojo se va a pique.

—¿Ha pensado en hacer publicidad? —preguntó Miguel, aún recuperando el aliento.

—Sí, claro… publicidad —dijo Johnny, como si fuera algo que tenía en mente, pero claramente no tenía idea por dónde empezar.

—Yo me encargo de las redes —dije, levantando una mano desde el suelo.

—¿Qué es eso? —preguntó Johnny con el ceño fruncido.

—Olvídalo, viejo —respondí, demasiado cansado para explicar lo básico del siglo XXI.

Más tarde ese día – Fuente del complejo de apartamentos

El agua sonaba suave mientras Miguel y yo estábamos sentados en el borde de la fuente, comiendo algo y hablando de música.

—Oye, ¿tú qué escuchas más? —preguntó Miguel.

—Depende. Cuando quiero pensar: rap viejo. Cuando quiero entrenar: metal. Cuando no quiero pensar en nada: Nirvana —dije, mordiéndole a una barra de proteína.

—Yo soy más de reggaetón clásico. El de antes, el de verdad —dijo Miguel con una sonrisa, encogiéndose de hombros.

Nos quedamos un momento en silencio, viendo el agua moverse con el viento.

—Oye… ¿vas a ir al baile de Halloween? —preguntó él, sacando el tema como quien no quiere la cosa.

—Supongo. No tengo nada mejor que hacer.

—¿Y de qué te vas a disfrazar?

—Ghostface. Clásico, barato, cómodo y con onda —respondí, como si ya lo tuviera decidido desde siempre.

—Quería ir de Deadpool… pero el disfraz cuesta mucho, y no quiero que mi mamá gaste. Ella y mi yaya me están haciendo uno casero —dijo Miguel, con una sonrisa tímida.

—Perfecto —le respondí.

Los dos soltamos una risa sincera.

Día siguiente — Hora de almuerzo, cafetería

Después de la mitad de las clases, entramos a la cafetería. Todo estaba relativamente tranquilo. Miguel, Dimitri y Eli ya estaban sentados cuando llegamos.

—¿Qué hay, viejos? —saludé, dándoles una palmada ligera en la espalda a Eli y a Dimitri.

—Todo bien —respondió Dimitri, devolviendo el saludo.

Justo en ese momento, una maestra subió al pequeño estrado improvisado cerca de la entrada, pidiendo atención con una voz que sonaba más por obligación que por convicción.

—Chicos, quiero hablarles un momento sobre el cyberbullying. No es gracioso. Hace unos días, una madre me llamó porque su hijo lloraba todas las noches por los mensajes que recibía. Eso no está bien —dijo con tono serio, mientras la mayoría de los estudiantes apenas levantaban la vista de sus teléfonos.

Un murmullo cruzó el salón. Algunos se rieron. Otros ignoraron por completo.

—Deberías entrar a Cobra Kai, Eli —le dijo Miguel, en voz baja—. Mi sensei te puede enseñar.

—Ya oíste, Eli. Con un poco de karate, vamos a librarnos de todos los que nos bulean —añadió Dimitri, pero con su sarcasmo habitual.

Eli bajó la mirada, incómodo. Se tocó el labio con disimulo, intentando no llamar la atención.

Me incliné hacia él, serio.

—Mira, Eli. Si quieres que dejen de molestarte, tienes que pelear. No te estoy diciendo que ganes. Te estoy diciendo que cuando tengas al bastardo enfrente, lo golpees. Aunque solo sea una vez.

Eli me miró, sorprendido. Pero no dijo nada.

—No importa si ganas o pierdes. Lo importante es que él va a saber que miedo no le tienes. Nadie molesta a alguien que se defiende. Y ahora, con lo que acaba de hacer esta maestra, sin querer te puso a ti —y a varios más— una diana más grande en la espalda.

Silencio. Solo mis palabras y el ruido de charolas en el fondo.

—Piénsalo, viejo —le dije, mirándolo directo a los ojos.

Reseda High – Después del almuerzo

Después de todo lo que pasó en la cafetería, volvimos a clases. La charla de la maestra sobre cyberbullying había dejado un eco raro en el aire. Unos la ignoraron, otros se burlaron, pero yo sabía que Eli la había escuchado con el pecho. Por dentro. Lo vi en su cara.

Mientras el maestro hablaba al frente sobre guerras del siglo XX, yo tenía otros planes.

Deslicé el teléfono bajo la mesa y empecé a trabajar. Creé una cuenta de Instagram para el dojo: @CobraKaiReseda. Luego otra en Facebook, y después TikTok, por si acaso. Subí la primera foto: la entrada del dojo, con el letrero de la cobra brillando bajo el sol. Le metí un filtro con buen contraste, ajusté los niveles, y usé una descripción simple:

“Strike first. Strike hard. No mercy. Local dojo en Reseda. Clases abiertas. Primer entrenamiento gratis. #CobraKai #KarateReseda”

También añadí la ubicación exacta del dojo en Google Maps, y el número de Johnny (esperando que no me gritara cuando empezaran a llegar llamadas). Incluso puse horarios ficticios por ahora, para dar sensación de estructura.

Mientras configuraba los perfiles, me vino una idea mejor: una página web. Algo simple, pero funcional. Algo donde se pudiera agendar entrenamientos, leer un poco sobre lo que era Cobra Kai, y sobre todo, tener un login para los alumnos. Algo que lo hiciera ver serio. Profesional. Que no se viera como un garaje con colchonetas.

Le escribí a Miguel desde la app de mensajes:

Ey, viejo. Puedes hacer una página para el dojo? Algo simple. Nombre, logo, dirección. Y estaría bueno tener una parte donde los estudiantes se puedan registrar. Tipo login con contraseña.

Pasaron un par de minutos. Miguel respondió:

Sí, dame chance. Tengo una clase pesada ahorita, pero cuando llegue a casa me pongo.

Perfecto. Mándame el link cuando termines. Yo me encargo de meterlo en las redes.

Guardé el teléfono justo cuando el maestro se acercó por el pasillo. Abrí el cuaderno y fingí que tomaba nota, mientras en realidad pensaba en cómo podríamos grabar videos de entrenamiento para subir a TikTok o YouTube. El dojo necesitaba eso: visibilidad.

Johnny era bueno. En serio. Solo necesitaba un empujón al presente.

6:40 PM — Apartamentos, fuente del complejo

Después de clases, me encontré con Miguel en la fuente como siempre. Ya estaba con su laptop, sentado como si fuera a entregar una tesis. Teclado a toda velocidad, cara de concentración absoluta.

—¿Y entonces? —le pregunté, dejando mi mochila a un lado.

—Estoy con lo del login. Ya tengo el diseño básico de la página. Usé una plantilla limpia, fondo negro, letras doradas. Igual que el logo del dojo.

—¿Y funciona?

—Claro. Mira —me dijo, girando la pantalla—. Ya puedes ver horarios, dirección, un botón de contacto, y la parte de “registrarse”. Es simple, pero se ve pro.

—Perfecto. Mándame el link.

Miguel lo copió y me lo envió al teléfono. Mientras él guardaba todo, yo actualicé la biografía de cada red social con el enlace directo a la página. En menos de una hora, @CobraKaiReseda ya tenía tres publicaciones, seguía a gimnasios locales, y había empezado a recibir los primeros “me gusta”.

—Esto va en serio, eh —dijo Miguel, tomando un trago de su botella de agua.

—Claro que va en serio. Vamos a poner ese dojo en el mapa.

—¿Crees que Johnny sepa algo de esto?

—Johnny no sabe lo que es una contraseña. Así que no, pero igual lo va a agradecer —le respondí, sonriendo.

Nos quedamos un rato más ahí, viendo cómo el sol bajaba y la fuente seguía con su sonido monótono. A veces no hacía falta hablar. Solo estar.

8:00 PM — Dojo Cobra Kai

Esa noche, fuimos al dojo como de costumbre. Johnny estaba dentro, ajustando un saco de boxeo con cinta negra y bebiendo una cerveza. Al verme, alzó la mirada.

—¿Y ustedes qué?

—Traemos buenas noticias —dije, abriendo Instagram en el teléfono—. Mira.

Johnny se acercó con sospecha.

—¿Qué es eso?

—Redes sociales. Página web. Ubicación en Google Maps. Ya está todo en línea. Cualquiera que busque “karate en Reseda” va a encontrar esto. Pueden ver fotos, contactarte, hasta agendar una clase.

Johnny miró la pantalla como si fuera un aparato alienígena.

—¿Y eso sirve?

—Mucho más de lo que crees.

Miguel se acercó con su celular también.

—Ya tenemos visitas en la web, y un par de mensajes preguntando por horarios.

Johnny soltó una carcajada.

—Carajo… ¿y todo eso lo hicieron ustedes?

—Sí, sensei —dijo Miguel, con una sonrisa orgullosa.

Johnny tomó un sorbo de su cerveza, pensativo. Luego nos miró a los dos con esa cara de "ya se me ocurrió una idiotez".

—Bien. Ya que hicieron todo eso… se ganaron un entrenamiento especial.

—¿Entrenamiento especial? —pregunté, levantando una ceja.

—Los quiero en la escuela. A la medianoche —dijo Johnny como si fuera lo más normal del mundo.

—¿¡Media noche!? Vamos, viejo… quiero dormir bien —me quejé, rascándome la cabeza con frustración.

—No pongas peros, Río. Te quiero ahí, a las doce en punto. Y tú también, Miguel. A ver cómo te escapas de tu casa —añadió, mirándolo con burla.

Miguel solo suspiró. Yo giré los ojos.

—Bien, bien… ahí nos vemos —dije, dándome media vuelta mientras me ponía la chaqueta de cuero.

Salí del dojo, subí a la moto, y la arranqué con fuerza. Esa noche, no iba directo a casa. Necesitaba despejarme.

Estuve dando vueltas por Reseda durante un buen rato, sin rumbo, acelerando a tope. Las luces de la ciudad pasaban como líneas borrosas. Pasé por la vieja plaza, por el parque, incluso por una zona donde vendían tacos a media noche. No paré.

A veces solo necesitaba eso: velocidad, viento en la cara, ruido en los oídos. Era la única forma de sentir que controlaba algo.

Cuando el reloj del tablero marcó las 11:45 PM, giré rumbo a la escuela. La noche estaba callada. De ese silencio que pesa. De los que te hacen sentir que algo grande va a pasar.

Al llegar al estacionamiento, me vibró el celular. Mensaje de Miguel:

"Estamos en la piscina. Apúrate."

Aparqué la moto en el rincón más oscuro y crucé el campus a paso rápido. La luna se reflejaba en los charcos del pavimento, y las luces apagadas hacían que todo se viera más clandestino de lo que era.

Cuando llegué a la piscina, lo primero que vi fue a Johnny amarrando las manos de Miguel con un cable.

—¿Qué demonios…? —susurré, pero no dije nada. Solo observé.

—Hoy —dijo Johnny con tono firme— aprenderán a usar sus piernas. Se van a volver sus segundos brazos. Van a aprender a usarlas como nunca antes.

Se giró hacia mí.

—Río, sigues tú.

—Sí, sensei —respondí, quitándome la chaqueta y las botas mientras avanzaba.

—Tú ya sabes pelear —dijo Johnny, mirándome serio—, pero eso no importa. Aquí todos son iguales. Eres parte del dojo. Eres Cobra Kai, igual que Miguel.

Terminó de amarrarme las manos. Las sogas estaban firmes, pero no apretaban demasiado.

—¿Qué esperan? —dijo, y empujó a Miguel al agua sin dudar.

¡Splash!

—¡Vamos, Miguel! ¡No te ahogues! ¡Usa tus piernas! —gritó Johnny.

—¡Vamos, Río! Tú vas al fondo de la piscina y subes. ¡Ahora! —ordenó.

Salté al agua sin pensarlo. El frío me golpeó los huesos. Mis manos atadas, mis piernas buscando impulso. Toqué el fondo con los pies, luego empujé hacia la superficie.

Salí y tomé aire. Respirar nunca había sido tan valioso.

—¡Tú puedes, Miguel! —gritaba Johnny desde el borde—. ¡Eso es, con huevos!

Miguel pataleaba con esfuerzo. Estaba a punto de hundirse cuando Johnny lo agarró del cabello y lo sacó.

—¡No puedo, sensei! —jadeó Miguel, agotado.

—¡No seas niñita! ¡Esa palabra no existe en Cobra Kai! —le gritó Johnny con furia—. ¡Vuelve ahí!

Lo empujó otra vez al agua sin dudar.

—¡Tú también, Río! ¡Al fondo y de vuelta! ¡Muéstrale cómo se hace! —ordenó Johnny, aplaudiendo como loco—. ¡Eso es, muchacho!

Una y otra vez bajamos. Subimos. Pataleábamos como locos. El cuerpo temblaba, pero no había marcha atrás.

—¡Me muero, sensei! —gritó Miguel cuando logró sacar la cabeza por un segundo.

—¡Cobra Kai nunca muere! —gritó Johnny—. ¡Tú eres parte de Cobra Kai!

Se acercó al borde, nos miró con ojos encendidos.

—Repitan después de mí —dijo Johnny con voz grave—: Cobra Kai nunca muere.

—¡Cobra Kai nunca muere! —gritamos los dos, apenas con fuerza.

—¡Más fuerte, nenitas!

—¡COBRA KAI NUNCA MUERE! —gritamos los dos al unísono, con el último aire que teníamos.

El grito rebotó en las paredes. Se sintió como una explosión. Una declaración.

Silencio… y entonces, una voz al otro lado de la piscina.

—¿¡Oigan!? ¿¡Quién anda ahí!?

Luces se encendieron a lo lejos. Se escuchó una puerta abrirse.

—Hora de irnos —dijo Johnny, ya recogiendo las toallas a toda prisa—. ¡Vamos, rápido!

—¡Vamos, Río! —gritó mientras me lanzaba mis botas.

—¡Ya voy! —respondí, saliendo del agua a toda velocidad, recogiendo la chaqueta, los guantes, y corriendo tras ellos con el corazón bombeando adrenalina.

Después del entrenamiento, volvimos a los departamentos. Cada uno se fue directo a su casa. Yo entré al mío con un solo pensamiento en la cabeza dormir.

El día siguiente era el gran evento. El famoso baile de Halloween del instituto. Y aunque no me entusiasmaban mucho las fiestas escolares, Miguel insistió y ya estábamos dentro del plan.

Después de clases, fuimos al dojo como siempre. Johnny nos hizo entrenar una hora más. Dijo que "el dolor no toma vacaciones".

Mientras Miguel practicaba golpes con el dummy, yo preparaba unas tablas de madera, cortadas por la mitad, listas para que él las rompiera con una patada limpia, justo como Johnny me pidió.

—¿Bien, Miguel? ¿Ya calentaste? —preguntó Johnny.

—¡Sí, sensei! —gritó Miguel con entusiasmo.

—Río, ve con el saco y desahógate un rato —me dijo Johnny, sin mirarme.

—Sí, sensei —respondí, y me fui directo al costal viejo colgado al fondo del dojo.

Los siguientes 60 minutos fueron puros golpes, sudor, respiración agitada y gritos entre repeticiones. Cobra Kai no entendía de fiestas, ni disfraces.

Cuando terminamos, Johnny se acercó con una cerveza en mano.

—Bien, eso es todo por hoy. Escuché que esta noche es el baile... ¿qué van a llevar?

—Ghostface —respondí, secándome el sudor con una toalla—. Clásico, cómodo, sin complicaciones.

Miguel, por su parte, se levantó y con una sonrisa nerviosa mostró su disfraz: una sábana roja a modo de capa y una máscara casera que no se parecía a ningún personaje conocido.

—Mi mamá y mi yaya me ayudaron con esto. Al principio iba a ser Deadpool… luego Spiderman… y al final creo que quedó como un héroe genérico.

Johnny lo miró como si acabara de ver una ofensa al universo de los disfraces.

—¿Qué se supone que eres?

Miguel se encogió de hombros.

—Un intento de superhéroe, sensei.

Johnny resopló, le dio una palmada en el hombro y se fue hacia el fondo del dojo.

—Vaya... qué lástima. Quítate eso, tengo un viejo disfraz por ahí. Te voy a ayudar.

Yo me reí, me acerqué por mi mochila y me colgué la chaqueta al hombro.

—Bueno, yo me voy. Quiero darme una ducha antes del baile. No pienso llegar oliendo a dojo.

—Bien. Diviértete, pero no seas idiota —dijo Johnny, sin voltear.

—Nunca, sensei —respondí, saliendo del lugar.

Una hora después – Apartamentos, 7:45 PM

Entré al baño y me di una ducha rápida, con agua casi helada. La necesitaba. Salí, me sequé y abrí el armario. No quería morir de calor esa noche, así que opté por algo práctico.

Un short negro, unas Converse viejas, y una camiseta de tirantes también negra. Encima, el disfraz: una túnica negra con capucha, y por supuesto, la clásica máscara blanca de Ghostface. Lo justo y necesario.

Antes de salir, me miré un segundo en el espejo. Solo para recordarme que nada de eso era real. Solo una noche. Solo una máscara pero cuando una persona se pone una máscara saca su segunda personalidad.

Guardé el casco en la mochila, colgué la chaqueta al hombro por si refrescaba, y salí del apartamento.

La noche estaba viva. Autos pasando, niños corriendo disfrazados, música en los departamentos vecinos. Pero yo iba en otra frecuencia.

Llegué a la moto. Mi Ducati negra con detalles dorados se veía aún más amenazante bajo la luz naranja de las farolas. Me puse el casco sobre la máscara, lo ajusté con calma, y encendí el motor.

Bruuum.

El rugido cortó el aire. Era mi entrada.

Aceleré por las calles de Reseda directo hacia la escuela, dejando un rastro de luces atrás. El viento golpeaba el disfraz, la capucha flameaba. A esa velocidad, parecía que Ghostface venía por su víctima.

8:10 PM – Estacionamiento de la escuela

Llegué y aparqué cerca de la entrada principal. Ya se escuchaba música desde adentro. Luces de colores, risas, y el eco de cientos de zapatos moviéndose en la pista de baile. Chicos disfrazados llenaban la entrada: zombis, superhéroes, vampiros y otras cosas que ni entendí.

Me quité el casco, lo guardé en la mochila y ajusté bien la máscara. Me pasé una mano por la capucha. Todo estaba listo.

Respiré hondo.

—Hora del show —murmuré.

Y con pasos tranquilos, me dirigí a la entrada del gimnasio.

Apenas crucé la puerta, entre luces de colores y música electrónica rebotando por las paredes, los vi a lo lejos: Dimitri y Eli, parados al otro lado de la entrada, como si no supieran qué hacer con sus manos ni con sus vidas.

Me acerqué.

—¿Qué onda? ¿De qué vienen vestidos? A ver, déjenme adivinar… Eli es el enfermero de Striptease y Dimitri… ¿un monje de las montañas?

—¡Que no soy un monje! —dijo Dimitri, medio ofendido—. Soy un nigromante. ¡Revivo a los muertos! No puedo creer que no lo veas.

—Yo… soy cirujano plástico —murmuró Eli, con esa voz bajita que parecía pedir disculpas por existir.

—Bueno, yo soy Ghostface —dije, levantando los brazos para mostrar el disfraz completo—. Clásico, efectivo, sin complicaciones.

—¿Y Miguel? ¿Ya llegó? —pregunté, mirando alrededor.

—No lo he visto —respondió Dimitri.

—Hablando del diablo… —señalé hacia la entrada del gimnasio.

Miguel acababa de entrar. Traía un disfraz de esqueleto, completo con cara pintada tipo Día de Muertos. Se veía bastante bien, para haber sido hecho por su mamá y su yaya.

—¿Qué hay, chicos? —saludó chocando los puños con todos—. Buenos disfraces, eh.

La fiesta estaba apenas empezando, pero ya había buena energía. Música fuerte, luces girando, chicos bailando sin ritmo y otros haciéndose los interesantes contra las paredes.

Fuimos directo por algo de ponche. Nada con alcohol, eso creo.

—¿Y qué? ¿Se van a quedar aquí toda la noche parados como estatuas? —les pregunté mientras servía un vaso.

—¿Ves a esas tres elfas allá? —señaló Miguel, inflando el pecho—. Vamos por ellas. Esta noche… ¡es nuestra!

—Dale, tigre. Vayan. Que el miedo no los detenga —dije, empujándolos con la mirada.

—Creo que voy al baño —dijo Dimitri, nervioso.

—Sí, yo también… —murmuró Eli.

—Es que tomé mucho ponche —añadió Miguel, justificándose antes de seguirlos.

Me reí en seco.

—Vaya, sí que son gallinas —dije mientras dejaba mi vaso en la mesa.

La pista de baile no estaba del todo llena, pero el ambiente empezaba a calentarse. El DJ dejó de lado el reguetón genérico y soltó una bomba:

“X Gon' Give It to Ya” de DMX.

El beat cayó pesado. Crudo. Perfecto.

Me acerqué al centro sin dudar. El disfraz de Ghostface me cubría entero. Nadie sabía quién era, y eso… eso era lo mejor.

Con la máscara puesta, no tenía nombre. No tenía historia.

No era el chico nuevo. No era el que había enterrado a su madre.

No era el que cargaba con secretos ni el que vivía solo.

Solo era una sombra con ritmo.

Y eso me daba libertad.

Empecé a moverme con el beat. Despacio al principio. Cabeceando. Dejando que el ritmo subiera por mis piernas, se instalara en los hombros, se extendiera a los brazos. Cada golpe del bombo era una descarga.

Giré, bajé hasta el piso. Un par de pasos de breakdance, los básicos pero bien hechos. La gente comenzó a abrir espacio. Algunos aplaudían, otros grababan con sus celulares. Los gritos subían con cada movimiento.

Me levanté con un giro rápido y, sin pensar demasiado, me acerqué a una chica que estaba al borde de la pista. Vestida de diablita, con unas alas negras y una sonrisa curiosa.

Le tomé la mano sin decir una palabra. Solo la jalé con ritmo hacia el centro.

Ella no se resistió. Me siguió con una sonrisa. Bailamos unos segundos, girándola, marcando pasos con fuerza. La solté en un giro, con suavidad, y antes de que pudiera decir algo, ya estaba caminando hacia otra.

Una chica vestida de Harley Quinn. Le extendí la mano. Ella dudó, pero la tomé igual. Bailamos, con más energía, más agresivo, más rápido. Sentía el sudor en la espalda, pero también la euforia. Todo el maldito gimnasio gritaba.

Ahí, con la máscara puesta, era invencible.

Miguel, Dimitri y Eli miraban desde la mesa de ponche, alucinando.

—¿Ese es Río? —preguntó Dimitri.

—Sí, viejo… pero versión modo bestia activado —dijo Miguel, asintiendo con una sonrisa.

Volví al centro de la pista, solté un paso final al ritmo del beat de DMX y levanté los brazos. El lugar explotó en gritos.

No lo hacía por fama.

Lo hacía porque, por primera vez en mucho tiempo, me sentía vivo.

Y nadie, ni siquiera yo, podía detener eso.

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