Cherreads

Chapter 17 - Culpa sin Aire

Pasaron diez minutos. Isolde me ayudó a volver a casa. Padre y madre no estaban, lo cual era extraño. Pero podía ser por trabajo. Siempre era por trabajo.

Me sentía débil. Isolde había dejado de llorar, pero sus ojos seguían húmedos, y su expresión estaba marcada por una preocupación que no se le iba, como una sombra persistente.

Ahora estaba acostado, posado sobre la cama como un cadáver aún tibio. Sea lo que sea que había pasado, me había dejado exhausto. No sólo el cuerpo… también la mente.

—¿Qué fue exactamente lo que sucedió? —pregunté. Mi voz aún era débil, quebradiza como papel húmedo, pero al menos podía mantener una conversación.

—Tú… te desplomaste en el suelo de repente y…

Se interrumpió. La simple imagen en su mente parecía asfixiarla. Aun sin palabras, su rostro decía más que cualquier frase temblorosa. A juzgar por cómo se le quebraban los hombros al respirar, la situación había sido más grave de lo que podía imaginar.

—No sabía qué hacer —continuó, con la voz temblando—. Tu corazón no latía. Te movía, te hablaba, pero no reaccionabas. Grité, grité como nunca, pero no había nadie. Nadie que me ayudara… nadie que me escuchara…

Su voz terminó en un sollozo ahogado, y su cuerpo se agitó con un llanto desordenado, como si el recuerdo se desgarrara dentro de ella. La desesperación que había sentido era algo que jamás había visto en ella. No de ese modo.

Mi corazón… dejó de latir.

Eso… eso no podía ser. Era ridículo. Médicamente imposible. Si eso hubiera ocurrido de verdad, yo no debería estar aquí. No debería estar respirando.

¿Cuánto tiempo estuve así?

Me envolvió el silencio por un momento, pero luego mi mente volvió a enfocarse en algo más pequeño, más simple… pero para mí, más importante que cualquier otra cosa. La discusión. La insignificante discusión que habíamos tenido Isolde y yo. Eso era lo que más dolía. Eso era lo que más pesaba.

Mi pecho se agitó. Recordé a Hyung-Seok. La conciencia de mi vida pasada. Las palabras que dijo. Pero, en este momento, todo eso era secundario.

Tenía que disculparme.

—Issy… —murmuré, apenas audible, sin forzar mi garganta—. Quiero disculparme… por no haber estado contigo en el entrenamiento con Alicia. Es solo que… no quiero perder la oportunidad de aprender algo tan majestuoso como lo que enseña el Tío Reginald.

Ella seguía llorando. Apretó los puños. Su rostro era una mezcla de dolor y ternura que dolía ver.

—¿Por qué… te disculpas…? —preguntó entre lágrimas—. Fue mi culpa por no haber estado ahí contigo en el estudio. Si hubiera ido contigo desde el principio… no habrías tenido que buscarme…

No.

No, no era su culpa.

—Es mía —insistí, esta vez con más fuerza—. Yo soy quien debería estar contigo. Seguirte. Protegerte. Si no fuera por mi estúpida avaricia de conocimiento, tú no habrías terminado peleando con esos chicos.

Y entonces me callé.

Un pensamiento frío se clavó en mi mente. Me estaba disculpando… por algo tan pequeño. Por una discusión sin importancia. Y, sin embargo, dolía. Dolía tanto que me era insoportable.

Era como si… como si estuviera pidiendo perdón por todo lo que no hice antes.

Como si estuviera suplicando por el perdón de aquellas chicas de mi vida pasada… las que asesiné. Las que confiaron. Las que quisieron ser parte de mi vida, sin saber que ese mismo deseo era su sentencia.

Una disculpa insignificante… que dolía más que cualquier crimen cometido.

Solo podía ver una imagen: yo mismo. Distorsionado. Oscuro. Repulsivo.

Una versión de mí que ni siquiera merecía llorar.

—Tengo una idea para que esto no vuelva a suceder —dije, con la vista fija en el techo.

El peso en el pecho era algo que podía ignorarse… pero no se iba. Era una carga silenciosa, como un ancla enganchada a los recuerdos de una vida que no me dejaba escapar.

A pesar de eso, lo único que podía pensar era en cómo equilibrar el tiempo. Cómo dividirlo para entrenar, estudiar… y, sobre todo, para evitar que esto volviera a ocurrir. Tal vez no era el momento, pero al menos debía intentarlo.

—¿A qué te refieres…? —preguntó Isolde. Su voz ya no era un mar en tempestad, solo un lago con olas pequeñas, nacidas de los restos de una tormenta.

—Ya no quiero que tú y yo discutamos. Ni una sola vez más. Puede parecer una tontería… pero duele. Aunque haya sido solo una pelea. Duele.

Ella no respondió. En cambio, se inclinó hacia adelante y apoyó su cabeza sobre mi estómago. Su cuerpo seguía temblando muy levemente, como si aún no estuviera lista para dejar ir el miedo que la había invadido.

—No me gusta cuando te alejas de mí… se siente…

—¿Vacío? —terminé por ella, acariciándole el cabello con lentitud—. Lo sé… Yo también lo siento. Pero por eso quiero organizar el tiempo. Estudiar con el Tío Reginald, entrenar contigo… ¿qué te parece si lo dividimos? ¿Cuatro horas para cada uno?

Mis dedos rozaron su mejilla, limpiando las lágrimas que todavía le nacían sin permiso. Había llorado tanto que sus ojos se habían puesto rojos. Verla así dolía más que cualquier otro síntoma de debilidad física.

—Mientras tú estés conforme con el horario, yo estoy bien, Lucy.

—No. No digas eso —respondí con una sonrisa cansada—. Quiero saber lo que tú piensas, de verdad. No puedes seguir con esa cara triste todo el tiempo.

Isolde suspiró. Se quedó en silencio unos segundos. Luego levantó la cabeza, todavía seria, pero ya no quebrada.

—Entonces… que sean cinco horas de entrenamiento desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. Y el resto con el Tío Reginald. Estudio. Teoría. Lo que sea.

Me la quedé viendo. No era un mal horario… pero sonaba más a jornada universitaria que a rutina para niños. Igual, era su sugerencia. ¿Cómo podía negarme?

—Me parece razonable.

Me incorporé lentamente. Todo me dolía: los brazos, las piernas, incluso respirar. Como si mi cuerpo aún no estuviera seguro de que seguía con vida.

¿Me morí?

Sí… Supongo que esa es la forma más directa de decirlo. Lo más lógico. Lo más inquietante también. No tenía sentido pensarlo más… necesitaba agua. Mis labios estaban secos como si llevaran siglos sin probar una gota.

—¿Qué estás haciendo? —se alarmó Isolde de inmediato. Me empujó con cuidado, forzándome a recostarme otra vez.

—Agua —dije simplemente.

—¡Entonces solo dilo! Yo te la traigo.

Preocupación excesiva. No era buena señal. Si empezaba a aferrarse a mí como si fuera a desaparecer otra vez, su mente acabaría cargando con un peso que no le pertenecía. No quería que viviera así. No quería que su preocupación por mí se volviera una prisión.

Isolde se levantó y caminó hacia la puerta.

—Ya vuelvo —dijo, sin mirarme.

—Sí.

Tan pronto como se fue, me incorporé un poco y miré por la ventana. El cielo era un lienzo inquietante: el sol apenas se estaba tiñendo de rojo, pero la noche ya cubría con un velo oscuro. Ambos colores se fundían en una danza de amenaza y melancolía.

El aire estaba denso. Pesado. El frío me envolvía como una advertencia sin palabras.

Sentí un escalofrío.

Algo estaba por venir. Y me inquietaba.

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