Isolde volvió con el vaso de agua en la mano. Me encontró sentado.
—¿Qué haces? Te dije que no te esforzaras… —su tono estaba teñido de preocupación. Me tendió el vaso.
—Perdón —respondí, tomando la bebida con lentitud—. Solo quería mirar por la ventana. ¿No crees que la noche llegó demasiado rápido?
Me recosté, como si el cansancio repentino fuera una excusa suficiente.
—Sí… Es extraño, pero no importa. Deberías acostarte y recuperarte, Lucy. No quiero que vuelvas a… morir.
Su voz se quebró al final. Seguía atrapada en ese eco del miedo, en ese reflejo involuntario que deja la pérdida.
—No te preocupes. Supongo que solo fue una pequeña anomalía. No pienses demasiado en eso.
—Bien…
Mentía. No para protegerme, sino para protegerla a ella. Cargar con la verdad no siempre es necesario, especialmente si la carga puede romper a quien la sostiene. Lo último que quería era que Isolde se desmoronara por mi causa.
Bebí el agua sin decir más, y le devolví el vaso. Silencio. A veces, el silencio tiene el mismo peso que una confesión. Y esa noche, lo sentía así.
¿Debería decirle? Era mi hermana. Si alguien tenía derecho a saberlo, era ella. Pero... ¿y si no podía aceptarlo? ¿Y si se alejaba? ¿Y si lo que fui se interponía entre lo que ahora soy?
La incertidumbre es como una espina en la garganta: no duele de inmediato, pero cada palabra que pasa por allí amenaza con desangrarte.
Isolde se había convertido en un ancla emocional. No una debilidad... sino un punto fijo en medio del caos. Una referencia. Y yo... yo quería abrirme. Quería que me conociera, incluso si eso significaba mostrar el rostro que uno guarda detrás de todos los rostros.
—¿Puedes hacerme un favor? —pregunté al fin.
Ella arqueó una ceja. No por desconfianza, sino por costumbre.
—Sí. Dime.
—Quiero contarte algo. Pero prométeme que no se lo dirás a nadie. Ni siquiera a padre y madre.
La duda me pesaba en el pecho como una losa húmeda. No sabía si era lo correcto. No sabía si existía un "correcto" en este contexto. Pero sí sabía que ocultarlo por más tiempo no era sostenible.
En mi vida pasada fui... deplorable. No hay eufemismos que puedan atenuar eso. Robaba. Asesinaba. No por necesidad, sino por placer. No comprendía el significado del amor familiar verdadero, ni el valor de la compasión. Vivía como una sombra entre los vivos, un parásito que se alimentaba del sufrimiento ajeno.
Y, sin embargo, aquí estaba. Renacido. Reformado, tal vez. ¿Redimido? Difícil de decir.
Si ella me rechazaba, tendría razón. Si me odiaba, sería justo. Lo sabía. Lo aceptaba. Pero ese conocimiento no hacía que la posibilidad doliera menos. Si me dejaba solo... si su mirada cambiaba... no sé si tendría la fuerza para sostenerme sin esa luz.
Pero debía hacerlo. Había cosas que debían ser dichas. Aunque doliera. Aunque costara.
—La verdad es que yo… soy un reencarnado —dije al fin.
Y lo dije con una calma desconcertante, como quien se quita una máscara que llevaba tanto tiempo puesta que había olvidado que estaba allí.
Isolde me miró, desconcertada.
—¿De qué hablas?
Claro. Lo dije sin contexto, sin un preámbulo que le diera sentido. Fue una confesión arrojada al vacío. Un salto sin red.
No respondí de inmediato. Solo respiré hondo y dejé que el torrente comenzara a fluir. Ordenado. Preciso. Cruel en su honestidad.
Le relaté todo. Desde los primeros recuerdos de aquella vida pasada, donde la infancia era solo un prólogo áspero escrito por manos crueles, hasta los días en que la adultez me convirtió en un reflejo perfecto de esa violencia inicial.
Cada palabra salía con el peso de una sentencia. No contra otros. Contra mí. Me hablaba con resentimiento, y en ese proceso, me juzgaba.
Le hablé de mis padres anteriores, de su "educación", si acaso podía llamarse así. Los comparé con esta nueva vida, con este hogar... con ella. La diferencia era tan abismal que dolía.
Isolde no decía nada. Solo escuchaba. Pero en su silencio, cada nueva frase parecía encontrar eco. Su confusión inicial comenzó a diluirse, desplazada por una comprensión paulatina, dolorosa, inevitable.
En algún punto, sin notarlo, comencé a llorar. No por debilidad, sino por el reconocimiento de una verdad que siempre había estado allí, pero que ahora se revelaba con una crudeza imposible de ignorar.
Nunca los vi cómo debía. A mis antiguos padres. Durante años los idealicé. Quizá por necesidad. Quizá porque era más fácil sobrevivir bajo una mentira heroica que aceptar el abuso disfrazado de educación. Pero ahora... ahora veía el miedo que nunca sentí en su momento. El que debí sentir.
Y entonces llegué al capítulo más oscuro.
Le hablé de mi primer asesinato. Un accidente, al menos eso quise creer durante años. Pero no. Fue un impulso. Puro. Salvaje. Aquel instante me otorgó algo que confundí con poder, y desde entonces no hubo retorno.
El miedo de ver a esa chica muerta... debió haberme detenido. Pero no lo hizo. Solo me abrió una puerta. Una de la que nunca salí.
Era un asesino. No por justicia. No por necesidad. Por deseo. Por naturaleza.
Ella escuchaba. Su rostro no podía ocultar el asco. Lo vi. Lo entendí. Lo acepté. Y, aun así, cada expresión suya era una daga más.
Yo no dejaba de llorar. No podía. Porque la verdad es que... por más que intente redimirme, por más que esta nueva vida me dé una segunda oportunidad, la sombra de lo que fui sigue allí. Aferrada a mí. Recordándome que el monstruo no desaparece solo por cambiar de nombre.
—Y ahora… solo siento que vivo bajo un velo que me recuerda cada día lo que fui, y lo que podría volver a ser —dije, con voz quebrada.
No era una excusa. Era una confesión. El peso de una conciencia que no puede deshacerse de sí misma.
Las lágrimas seguían cayendo. Silenciosas. Lentas. Como si cada una de ellas arrastrara un fragmento de mi pasado, sin dejar espacio para el perdón.
Isolde estaba demasiado callada. Su silencio no era simple vacío, sino una pausa densa, llena de pensamientos que no alcanzaba a descifrar. No sabía lo que iba a responder. Había visto demasiadas veces esa expresión: una mezcla de asco y repulsión, una reacción tan humana que dolía más por lo predecible que por lo hiriente.
Me limpié las lágrimas de los ojos, intentando mantenerme firme mientras esperaba su respuesta. Pero ella seguía sin decir nada. Su silencio era como un reloj descompuesto: sin avance, sin retroceso. Parecía seguir procesando todo lo que le conté. Lo entendía. No es fácil digerir que tu hermano es, en esencia, un hombre muerto. Uno que volvió. Uno que arrastra consigo los pecados de una vida que ya no existe, pero que sigue respirando dentro de este cuerpo nuevo, más joven, pero no más puro.
—¿Eres feliz?
Esa pregunta me desarmó. No por su dureza, sino por su honestidad. Me dejó suspendido, sin un punto de apoyo.
—En tu vida pasada, como lo contaste, no parecías feliz. Y la comparabas demasiado con tu actual tú. No quiero creer que esa persona seas tú ahora. Te preocupas, sonríes… y, sobre todo, eres amable. No puedo verte como alguien cruel. No quiero aceptarlo.
Su tono era calmo, casi clínico, pero en su fondo vibraba una decepción que no buscaba herirme. Era más una lucha consigo misma, una que no sabía si ganar o abandonar. No sabía qué responderle. Pero tampoco podía quedarme callado. No otra vez.
—Yo… —comencé, pero me detuve. Las palabras salían a cuentagotas, como si dudaran de su propio derecho a existir —. No lo sé. He experimentado tantos sentimientos en esta vida que me pregunto si son reales o simples reflejos, imitaciones demasiado bien ejecutadas. No sé si esto que siento junto a ti es felicidad. Tampoco sé si lo que vendrá después será satisfacción. Nunca había sentido algo así. No puedo ponerle nombre.
En estos ocho años, jamás me detuve a pensar en lo que sentía. Quizá fue felicidad… o tal vez fue una sombra, una impostora, algo que aprendí a identificar como felicidad para no romperme.
—No sé qué decir. Me confunde. ¿Por qué me dices esto ahora?
—Porque estoy cansado de esconderme. Porque no sé qué soy, y porque tú mereces saberlo. Cuando morí… vi algo. A mí mismo. A mi yo anterior. No sé qué sucedió realmente, y tampoco quiero explicarlo. Solo… no le cuentes nada a padre ni a madre. No puedo confiar en nadie más. Solo tú.
Su expresión era una mezcla de incredulidad y esfuerzo. Como si cada palabra que había escuchado le costara un mundo entenderla, pero aun así no dejaba de intentarlo. El silencio volvió, pero era diferente esta vez. No era rechazo, sino contención.
—Es demasiado para digerir. ¿Una vida pasada? ¿Un asesino en serie? Es… demasiado. No lo comprendo, Lucy.
Sus palabras eran honestas. No había odio en su voz, ni siquiera miedo. Solo la perplejidad cruda de quien ha escuchado algo que desborda los límites de lo comprensible.
—Perdón… —dije, con un peso que no supe disimular—. No quería ocultarlo más. Quiero cambiar. Quiero… ser alguien nuevo.
Era una frase sencilla. Pero dolía más de lo que podía admitir. Exponer algo que hasta ahora había vivido solo en sombras, enfrentarlo en voz alta, darle forma con palabras… era como volver a ver una escena sangrienta, esta vez desde el otro lado del arma. Era la primera vez que no observaba mi pasado con desapego analítico. Lo sentía. Y eso me dolía.
—No voy a juzgarte por algo que fuiste —dijo ella—. Y tampoco puedo hacerlo, Lucy. No te conocí entonces. Para mí, tú solo eres mi hermano.
Su voz tembló, apenas. Pero no de miedo. Sino de la incertidumbre de no saber si esas palabras eran suficientes.
—No puedo verte de una manera tan cruel… y tampoco quiero hacerlo. No sé ni siquiera qué debo decir.
No necesitaba que dijera nada más.
Su incapacidad para entenderme no era un rechazo. Era una aceptación confusa, pero real. Y eso, viniendo de ella, era más de lo que merecía.
—No te pido que lo digieras con facilidad… —dije, con una voz que intentaba mantenerse firme—. Pero, por favor, mantenlo en secreto. Debí contártelo cuando fueras mayor. Cuando tu mente pudiera enfrentar mejor las cosas difíciles. Lo siento.
—No… Lucy —respondió, con la determinación temblorosa de quien no quiere permitir que el miedo arruine lo que ya decidió—. Voy a aceptarlo. No sé quién fuiste en tu vida pasada, pero no me importa. Sé que ahora no eres esa persona. Eres… alguien normal.
Normal. Una palabra tan simple que casi parecía fuera de lugar. Pero en sus labios sonaba como una promesa. Estaba hablando con honestidad, aunque una parte de mí dudaba. ¿Lo decía por convicción, o solo para calmarme? ¿Era realmente madurez lo que hablaba, o tan solo cariño? Difícil saberlo. Difícil confiar del todo.
—Tú no eres ahora lo que fuiste antes. Quieres mejorar. Ser alguien nuevo. Estás limpio, Lucy. Y sin importar lo que haya pasado, ahora simplemente eres tú. Eres mi hermano.
—Issy —repetí, como si su nombre fuera un ancla, como si decirlo fuera suficiente para sostenerme.
—No importa quién fuiste. Eres diferente. Eres amable. Te preocupas por mí. Y pareces feliz. Si no sabes cómo comprender lo que sientes, si aún estás perdido, ¡yo te ayudaré! Porque eres mi hermanito.
Y sonrió.
Una sonrisa simple. Una sonrisa cálida. Sin condiciones, sin temor. Algo dentro de mí se quebró sin aviso. Las lágrimas comenzaron a caer antes de que pudiera detenerlas. No las sentí venir, solo estaban ahí, bajando por mis mejillas como si ese gesto fuera más honesto que cualquier palabra que pudiera pronunciar.
Me lancé hacia Isolde, ignorando el dolor, ignorando la vergüenza.
—Gracias… Snif… Gracias.
—Te quiero, Lucy…
Sus palabras fueron como un bálsamo que no esperaba. Yo no podía dejar de llorar. Algo dentro de mí había cedido. Un muro, una armadura. No sabía exactamente qué era. Pero tampoco me importaba. Solo quería seguir abrazándola. Solo quería quedarme así.
En mi vida anterior, jamás tuve esto. Nunca hubo alguien dispuesto a sostenerme, a protegerme de mí mismo. Y ahora, Isolde… Isolde era lo más valioso que tenía. Lo único que era real en medio de un mundo que aún me parecía ajeno.
Esta reencarnación… no era solo una segunda vida. Era una oportunidad. No para escapar de lo que fui, sino para redimirme. Para proteger aquello que alguna vez habría destruido sin pensarlo.
No cometeré los mismos errores. No dejaré que las sombras del pasado se adhieran a esta nueva carne. Este mundo, tan vasto como enigmático, me ofrece algo más que un simple renacer: me ofrece una causa. Y esta vez… no la soltaré.