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Chapter 10 - Reginald Rex Dampforth

Las calles estaban completamente desiertas, envueltas en un silencio que resultaba casi opresivo. A lo lejos, la sombra de algo brillante parecía observarnos, inmóvil pero presente, acompañada de un sonido que me resultaba inquietantemente familiar. Era metálico, áspero y repetitivo, como el choque de un martillo contra un yunque, mezclado con el zumbido de un taladro perforando metal.

Me recorrió un escalofrío, pero la curiosidad, esa fuerza absurda e irracional, siempre logra imponerse. Di un paso adelante, dispuesto a acercarme, hasta que sentí un tirón en el brazo.

Isolde.

Su mano temblaba ligeramente, sus pupilas dilatadas por el miedo. No necesitaba preguntarlo para saber que había llegado a la misma conclusión que yo: lo desconocido suele ser peligroso.

—¿Planeas ir ahí? —preguntó en un susurro, su voz temblorosa.

—Sí, pero solo echaré un vistazo —respondí, restándole importancia.

—No deberías. ¿Y si es algo peligroso?

Un punto válido. Pero si realmente lo fuera, los Maestros del Velo ya lo habrían detectado y eliminado hace tiempo. El hecho de que nada haya sucedido implica que o bien no representa una amenaza o es algo lo suficientemente discreto como para pasar desapercibido.

—Si lo fuera, ya lo habrían interceptado, ¿no crees?

—Mm… —Isolde no parecía convencida, pero tras un momento de duda, dijo—: Entonces déjame acompañarte.

¿Debería permitirlo? Bueno, dos siempre es mejor que uno.

—Bien.

Nos movimos en pasos rápidos y silenciosos, deslizándonos por la calle con la precaución de quienes saben que podrían estar cometiendo un error. A medida que nos acercábamos, los sonidos se volvían más claros: chirridos metálicos, piezas siendo atornilladas y algo siendo cortado con precisión. ¿Estaban ensamblando algo?

Nos pegamos a la pared de un callejón, deteniéndonos al darnos cuenta de que el sonido provenía de una zona del reino que desconocíamos por completo.

Maldición. Deberíamos haber explorado más antes.

El ruido aumentó de intensidad y, entonces, lo escuchamos.

Un tarareo. Un ritmo lento, cadencioso. La voz pertenecía a un hombre.

Un instante después, desde el fondo del callejón, un humo gris comenzó a elevarse, espeso y denso, difuminándose en el aire.

Fantástico. Justo lo que necesitábamos para que la escena fuera aún más perturbadora.

Isolde apretó mi mano con fuerza, arrancándome una mueca involuntaria. Lo entendía. A decir verdad, yo tampoco estaba exactamente tranquilo.

Tal vez esto no fue la mejor idea. Pero ya estábamos aquí. Dar la vuelta sin más era como admitir una derrota.

—Mejor volvamos… —susurró Isolde, deteniéndose.

Sus pies temblaban y, a pesar del frío, su piel estaba perlada de sudor. No tenía sentido hacer que pasara por esto. La curiosidad es un veneno personal; no tiene por qué arrastrarla conmigo.

—Sí, tienes razón. Mejor volvamos.

Ella asintió de inmediato. Nos dimos la vuelta y comenzamos a alejarnos en silencio. Entonces lo escuché: un sonido metálico.

Bajé la vista justo a tiempo para ver cómo mi pie había desplazado algo. Un pequeño objeto de metal salió volando y, al tocar el suelo, su eco se extendió entre las paredes del callejón, lo suficientemente fuerte como para escucharse a varias casas de distancia.

Mierda.

Nos giramos al instante, atentos, esperando… pero nada sucedió. ¿Nos salvamos? Quizás.

Ambos exhalamos aliviados y seguimos caminando. Entonces, todo se volvió oscuro.

La luz regresó de golpe, obligándome a entrecerrar los ojos. Lo primero que noté fue a Isolde a mi lado, completamente aterrorizada, al borde del llanto. Lo segundo, y quizás más preocupante, fue la sensación de inmovilidad.

Estábamos atados.

Mis manos y pies estaban envueltos en magia, una fuerza invisible que restringía cada movimiento con una precisión casi quirúrgica. Carajo. ¿Dónde demonios estamos?

Mis ojos recorrieron la habitación. Estanterías repletas de objetos extraños. Pájaros de metal con alas plegables. Pistolas y rifles que no reconocía. Armaduras con mecanismos expuestos. ¿Máquinas de vapor? Maldita sea.

—¿Qué demonios hacían cerca de mi taller ustedes dos?

La voz del hombre al otro lado de la habitación era profunda y despreocupada. Sostenía una taza en una mano, como si todo esto fuera apenas una molestia menor en su rutina.

Tragué saliva.

Su cabello carmesí y sus ojos azules parecían brillar con la escasa luz de la habitación. Su mirada no reflejaba furia ni sorpresa, solo una evaluación fría, calculadora.

—S-solo pasábamos por aquí. N-no es como que estuviéramos aquí por curiosidad ni nada p-por el estilo —dije, tartamudeando como un maldito novato.

Mierda. No sirvo para mentir.

El hombre inclinó ligeramente la cabeza, sin apartar su mirada de nosotros.

—Mmm… Lastimosamente para ustedes, ver esto les traerá malas consecuencias.

Frío. Sin matices. Sin espacio para negociar.

Mi mandíbula se tensó. Volteé a ver a Isolde, pero el resultado fue peor de lo esperado. Sus ojos, ya inundados de lágrimas, parecían aún más desesperados. Su miedo era tangible, y yo no tenía forma de decirle que todo estaría bien, porque lo más probable es que no lo estuviera.

El hombre se acercó con pasos tranquilos, arrancando una lámpara de aceite de la pared para vernos mejor. Y entonces, algo cambió.

Su expresión se transformó en algo que no esperaba. Primero, sorpresa. Luego, una sonrisa.

—¿Oh? Oooh… Jajajaja. ¡Mierda! ¡Eres Lucius! ¡Y supongo que ella debe ser Equidna! Jajajaja. Con razón se me hacían conocidos.

¿Qué carajo le pasa ahora? No, una mejor pregunta sería: ¿cómo demonios nos conocen?

Isolde, que segundos antes parecía a punto de colapsar, ahora estaba confundida. Aunque aún tenía lágrimas en los ojos, el miedo había sido reemplazado por desconcierto.

—Jamás creí que los hijos de Erika y Elías vendrían a este lugar. O que siquiera lo pudieran encontrar —dijo, todavía riendo para sí mismo—. Supongo que me descuidé por el festival de la Vigilia de los Caídos.

Conoce a padre y madre.

Mis pensamientos comenzaron a ordenarse. Si nos conoce, entonces…

—¿Quieres soltarnos? Somos inocentes, lo juro —dije, tratando de poner un tono lastimero. No es que funcionara demasiado, pero valía el intento.

Sin embargo, el escuchar que este sujeto conocía a nuestros padres hizo que mi voz vacilara antes de completar el sollozo fingido.

—Oh, sí, claro. Perdón.

Con un gesto descuidado, el tipo deshizo la atadura mágica. Sentí un cosquilleo recorrer mis extremidades cuando recuperé la movilidad. Aún tenía algo de miedo, pero logré ponerme de pie.

Ayudé a Isolde a incorporarse. Su respiración seguía agitada, aunque las lágrimas se habían calmado. Solo quedaban pequeños quejidos y uno que otro resquicio de mocos que todavía tenía que liberar.

Eso pudo haber terminado muy mal. Demonios. ¿Y si hubiéramos muerto? No. No es momento de pensar en eso. Primero lo primero.

—¿Conoces a nuestros padres? —pregunté en voz baja, manteniéndome alerta. Ahora que estábamos sueltos, podríamos escapar. Claro, suponiendo que este sujeto no decidiera atraparnos de nuevo en un parpadeo.

Aunque, seamos realistas… en nuestro nivel actual no podríamos hacer mucho contra un adulto.

El hombre chasqueó la lengua y sonrió.

—¿Que si los conozco? —repitió en un tono juguetón—. ¡Ellos y yo sangramos juntos, chico! Somos amigos desde la academia.

Oh… ¿Qué? Si es así, ¿cómo es que nunca lo habíamos visto?

Justo cuando intentaba procesarlo, Isolde abrió la boca con vacilación—. Entonces tú… —parecía dudar si lo que iba a decir era correcto—. ¡Tú eres el tío Reginald!

… ¿Perdón?

Giré lentamente la cabeza hacia Isolde.

—¿Lo conoces? —pregunté, sintiendo cómo la tensión abandonaba mi cuerpo poco a poco. Algo en la atmósfera del hombre comenzaba a sentirse diferente. Más tranquilo. Aunque, al mismo tiempo, envuelto en cierto misterio.

—¡Sí! De hecho, madre nos contó de él a los dos, pero tú sueles quedarte dormido antes de que siquiera comience a contar sus historias. Creo que deberías prestar más atención, Lucy.

Muchas gracias por echármelo en cara, hermanita.

—Jajaja. Entonces sí que hablan de mí. Pensé que se habían olvidado después de doce años sin contacto.

Doce años… ¿y hace un momento no dijo que sangraron juntos? Si eran tan cercanos, ¿por qué dejaron de hablarse tanto tiempo?

No es que me sorprenda. La gente es así. Pero no deja de ser curioso.

Aun así, Reginald parece alguien agradable. Sin embargo, la cuestión principal sigue sin resolverse: ¿dónde demonios estamos?

Dijo "taller", así que supongo que se dedica a la mecánica. Aunque, a juzgar por todo lo que hay aquí, eso sería quedarse corto.

—Wow —dejé escapar sin pensar.

Acababa de notar su atuendo. Hasta hace un momento, la situación no me había permitido apreciarlo. ¿Ese es el famoso estilo "Estética Victoriana Gótica"?Carajo. Se ve increíble.

Vamos, ¿sí? Desde mi vida pasada siempre tuve buen ojo para la moda, y este tipo sabe lo que hace. Su estilo es impecable. Elegante, oscuro y con ese aire de misterio que lo vuelve aún más llamativo.

Voy a copiarle. No es una posibilidad, es una certeza.

—Veo que te gusta lo que ves, Lucius.

Su voz me sacó del trance. Me aclaré la garganta y desvié la mirada con fingida indiferencia.

—Solo estaba observando un poco tu estilo.

—Si quieres, puedo regalarte unas prendas. Tengo algunas que podrían servirte.

—¡¿En serio?!

—Claro, ¿por qué no?

No puedo decir que me niego a la idea. Aunque todavía soy demasiado pequeño para usar algo así, ya me las arreglaré.

Reginald se alejó con pasos tranquilos hasta un mueble al otro lado de la habitación. Comenzó a rebuscar entre varias cajas mientras Isolde y yo aprovechábamos para observar mejor el lugar.

—¿Qué se supone que son estas cosas…? —murmuré para mí mismo.

—Es increíble. ¿Un pájaro de metal? ¿Arañas de metal?

Isolde estaba más sorprendida que yo.

Para mí, esto no era del todo desconocido. En mi vida pasada había leído suficientes novelas como para reconocer este tipo de artefactos. Inventos al estilo steampunk, funcionando con mecanismos de vapor y engranajes cuidadosamente ensamblados.

Steampunk.

Espera.¿Steampunk?

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—¿No estabas llorando hace un momento?

—¡Oye! ¡Tú también estabas a punto de llorar! —espetó Isolde con indignación—. Además, yo solo fingía para que nos liberara.

Wow. Lo dijo con tanto orgullo que casi suena egocéntrica.

—¿De verdad?

Asintió con una sonrisa de suficiencia.

Bueno, no tengo pruebas para refutarlo. Pero a estas alturas, ya no sé si llora de miedo, tristeza o simplemente porque ha aprendido a manipular a las personas con sus berrinches. A mí no. Creo.

—Parece que les interesan estas cosas —intervino Reginald, tomando un pájaro mecánico de su mesa.

A simple vista, parecía el proyecto en el que estaba trabajando recientemente. ¿No es demasiado grande? Tenía el tamaño de un cuervo.

—¡Son geniales! —gritó Isolde, con esa energía desbordante que le es tan natural.

Parece que esto le fascina. Aunque, supongo que a cualquier niño le llamaría la atención. No todos los días se ven máquinas de vapor con forma de animales o artefactos tan intrincados como relojes, brújulas y armas de diseño mecánico. Incluso yo tengo que admitir que es impresionante.

—¿Es posible hacer este tipo de cosas? —pregunté en voz baja, recordando cómo, en la época victoriana de mi mundo, estos conceptos no eran más que sueños de ciencia ficción.

—Por supuesto —respondió Reginald con naturalidad—. Solo se necesita un poco de magia que genere agua, luego convertirla en vapor y usarlo para impulsar el motor. Una vez entiendes el proceso, es bastante simple.

¿Algo así como las locomotoras a vapor? En mi mundo, los pistones transformaban la energía del vapor en movimiento mecánico. Aquí, la diferencia es que usan magia para generar el agua y el vapor en un ciclo continuo. ¿Eso significa que puede mantenerse en funcionamiento indefinidamente?

Suena fascinante, aunque… no lo entiendo del todo.

—Entiendo… —murmuró Isolde, observando con interés.

¿De verdad lo entendió? Si es así, definitivamente necesito algunas clases con este tipo. Tal vez debería volver…

Volver.

—¡Volver! —grité de repente.

Isolde dio un respingo, sobresaltada, mientras Reginald me miraba con el ceño fruncido.

—¿Q-qué sucede, Lucy? —preguntó Isolde, recuperándose del susto.

Mierda. Nos distrajimos demasiado.

—Tenemos que irnos. Deberíamos haber vuelto a casa hace rato. Volveremos mañana.

—¿Qué? ¡Oh, cierto!

—Gracias por no matarnos, pero tenemos que irnos. Tal vez regresemos mañana o en unos días.

—Espera, ¿qué? —Reginald parpadeó, visiblemente confundido. No lo culpo.

—Regresaremos —reafirmé, tomando la mano de Isolde y saliendo, corriendo por la puerta.

Y así concluye el día.

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