Fue entonces cuando comenzó.
La oscuridad de la noche, hasta ahora silenciosa y apacible, fue interrumpida por un alarido lejano. Al principio era un murmullo ininteligible, pero pronto se convirtió en una sinfonía de gritos. No eran gritos comunes. Eran agónicos, ásperos, como si alguien estuviera siendo devorado por dentro. Un terror visceral y húmedo se arrastraba en el aire.
Miré por la ventana, desesperado por ver el origen de ese horror. Pero no había nada. Solo negrura.
¿Qué mierda está pasando? ¿Qué son esos gritos?
En ese momento, Isolde volvió a entrar con un vaso de agua entre las manos.
—¿Por qué estás sentado? Te dije que no—
Le hice una señal con la mano, instándola a callar.
Fue entonces cuando los escuché. Pasos. Pasos veloces y desordenados. Algo se acercaba… rápido.
La oscuridad se volvió más densa, como si el cielo estuviera bajando sobre nosotros. Y los vi. Ocho figuras avanzaban entre sombras, saltando por los tejados con agilidad inhumana. Sus siluetas eran veloces, como ráfagas cortando el viento.
Reconocí a dos de ellos, incluso a esa distancia. El cabello rubio de madre, el movimiento calculado de padre. Corrían. Corrían hacia nosotros.
Pero las otras seis figuras… no estaban corriendo. Estaban cazando.
Sus cuerpos ardían con una energía mágica inestable. Y entonces, lo entendí.
—¡Isolde, agáchate! —grité, lanzándome sobre ella.
Un segundo después, seis bolas de fuego cayeron del cielo y estallaron contra la planta baja de la casa. El suelo tembló, y el estruendo de la madera quebrándose fue ensordecedor.
Abracé a Isolde mientras el techo comenzaba a venirse abajo. Partes de la estructura se desplomaban alrededor. Alcé una mano, concentrando el poco Syrix que me quedaba, y lancé una ráfaga de viento para desviar los fragmentos de madera que estaban por aplastarnos.
—¿¡Qué fue eso!? —gritó Isolde, su voz temblando.
El fuego comenzaba a expandirse. Sentía el calor abrasador ascendiendo por las escaleras rotas. El aire era irrespirable. Usé un remolino de viento para despejar más escombros, pero el esfuerzo me drenaba. Rápido. El Syrix en mi cuerpo se estaba agotando.
—¡Issy! ¡Magia de agua, ahora!
—¡E-en-entendido!
Isolde alzó sus manos, formando una esfera líquida con el agua que genero con maná y la que logró condensar del ambiente. La lanzó contra el fuego. El impacto fue violento, pero el agua arrastró con ella parte de los escombros, haciendo que más madera y piedra cayeran sobre nosotros.
No había opción. Activé el control sanguíneo, reforzando mis músculos y huesos con magia. Isolde hizo lo mismo, justo antes de que las vigas nos alcanzaran.
—¡Lucius! ¡Isolde! ¿Están bien?! ¡¡RESPONDAN!!
La voz de madre atravesó el caos. Era angustiante, potente, casi temblorosa.
—¡¡Aquí estamos!! —gritamos al unísono, nuestras voces saliendo entre jadeos.
—¡Cierren los ojos! ¡Voy a sacarlos de ahí!
Obedecimos sin dudar. Cerré los ojos, apretándolos con fuerza.
Un estruendo. Un crujido. El peso aplastante que nos rodeaba desapareció de pronto. Abrí los ojos lentamente. Todo flotaba: madera, piedra, fuego extinguiéndose en suspensión. Cada trozo de la casa que nos cubría estaba suspendido por la magia de madre, flotando como si el mundo hubiera dejado de obedecer a la gravedad.
Ella estaba allí, de pie entre el polvo, con el cabello desordenado por el viento, el rostro tenso y los ojos encendidos por el poder.
El grito de madre rasgó el aire como un filo invisible.
—¡Isolde, Lucius, ¿están bien?! —Su voz vibraba, cargada de esa urgencia que no admite dudas. Sus ojos nos recorrieron, buscando sangre, heridas, cualquier cosa que gritara peligro.
—Estamos bien— respondí, levantándome del suelo con un gruñido. El polvo se adhería a mi ropa, y mi mente ya tejía preguntas—. ¿Y padre…?
No terminé. Una ráfaga de aire nos golpeó, brutal, como si el cielo mismo quisiera aplastarnos. Isolde y yo salimos despedidos. Madre nos atrapó con un movimiento rápido, sus manos firmes como anclas en la tormenta.
Clang. Clang. Golpes metálicos resonaban por todas partes, un eco de violencia que no necesitaba traducción. El aire olía a sangre, a ozono, a algo… ¿maná puro? ¿Chispas de electricidad? Intenté mirar, pero solo veía destellos: sombras chocando, figuras moviéndose a una velocidad que desafiaba la razón. Padre, seguro, enfrentándose a esos seis individuos. ¿Qué más podía ser?
—Vámonos. Esto no es seguro— dijo madre, su voz baja, cortante. Sin esperar, nos cargó a Isolde y a mí como si fuéramos plumas y echó a correr. El mundo se volvió un borrón: edificios, escombros, explosiones. Todo pasaba a nuestro lado a una velocidad que mareaba. Varias veces, estructuras enteras colapsaron cerca, pero madre las esquivaba con una precisión que no podía ser solo suerte.
¿Qué está pasando? Mi mente giraba, buscando piezas de un rompecabezas incompleto.
¿Qué es esto? ¿Qué no es seguro?
Las preguntas se acumulaban, pero el pánico empezaba a morder. Gritos de desconocidos perforaban el aire, mezclados con el rugido de más explosiones.
De pronto, madre se detuvo.
—¿Madre…? —Mi voz salió débil, ahogada por una presión que aplastaba el ambiente. El aire parecía sólido, oprimiéndonos desde todas partes.
Ella temblaba, pero no de miedo. Era angustia. Algo estaba mal, muy mal. Miré a Isolde; sus ojos, abiertos de par en par, eran un espejo de mi propio terror. Mi cuerpo, traicionero, también temblaba.
Madre nos bajó con cuidado, pero su postura cambió. Ya no era solo una madre; era una guerrera. Sus manos se movieron con precisión letal, sacando un arma oculta tras su vestido.
—¿Quién eres? —preguntó, cada palabra afilada, medida, como si estuviera midiendo a un enemigo invisible.
Una risa resonó en la penumbra.
—Oh… ¿Notaste mi presencia? El señor Vritra tenía razón. Qué… divertido —La voz era masculina, burlona, con un filo que prometía problemas. No podía verlo, pero estaba cerca. Demasiado cerca.
Una chispa brilló en la oscuridad. Un encendedor. La llama danzaba, inestable, hasta que, como un relámpago, una figura se lanzó hacia madre. La ráfaga de aire que trajo consigo nos lanzó a Isolde y a mí hacia atrás.
—¡Agh! —El grito de madre me heló la sangre.
Disparos resonaron, chispas saltaron, el fuego se retorcía en el aire. Mi corazón latía desbocado, pero mi mente gritaba que debía actuar. Sin pensarlo, tomé la mano de Isolde y tiré de ella. Corrimos. El instinto me empujaba, aunque no sabía hacia dónde. El peligro era demasiado grande, demasiado real. Nunca había enfrentado algo así, pero huir era lo único que tenía sentido.
—Mierda —Me detuve en seco. Algo había caído frente a nosotros, dejando un cráter en el suelo. El polvo se alzaba como una cortina. Con cuidado, me asomé.
—¡Ah… Ah…!
—¡Madre! —Grité, dando un paso hacia ella sin pensar.
—¡No bajes! —Su voz cortó el aire, autoritaria—. ¡Váyanse! ¡Yo me encargo!
—¿Qué?
—¡Corre!
Dudé un instante, el eco de la orden de madre resonando en mi cabeza como un tambor. Pero no había tiempo para cuestionar. Agarré la mano de Isolde, su piel fría contra la mía, y eché a correr.
—¿A dónde van? —Una voz cortó el aire frente a nosotros.
El hombre —el mismo que hacía un momento peleaba con madre— estaba allí, bloqueando nuestro camino. Ni un rasguño, ni una gota de sangre. Como si los golpes de madre no hubieran sido más que un susurro contra él.
Me quedé paralizado. El sudor me bajaba por la cara, mezclándose con el polvo que ya me cubría como una segunda piel. Isolde temblaba a mi lado, y mi propio corazón latía tan fuerte que apenas podía pensar.
—Lo siento. Son pequeños, pero deben venir con el señor Vritra —dijo él, con una calma que helaba más que cualquier grito—. No es nada personal, solo una orden.
—No te atrevas a tocar a mis hijos... —La voz de madre, rota pero feroz, emergió desde el cráter. Se arrastraba, malherida, con sangre manchando su vestido, pero sus ojos ardían con una furia que podía incendiar el mundo.
—Jaja… No los tocaré —replicó él, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. — Solo serán… rehenes importantes. Perdón.
Terminó de hablar y, en un parpadeo, se lanzó hacia nosotros. Vi su puño acercarse, rápido como un relámpago, directo a mi cara. No había tiempo para moverme, para gritar, para nada.
—¡Dante! —Un rugido conocido desgarró el aire.
—¿¡Padre!? —exclamé, atónito.
Padre había aparecido de la nada, derribando al tal Dante y estrellándolo contra el suelo. Pero el hombre se levantó como si nada, sacudiéndose el polvo con una mueca de fastidio.
—¡Qué molestos son! —gruñó Dante, y con un movimiento brusco lanzó a padre contra el suelo. El impacto resonó como un trueno.
No podía hacer nada. Nada. Madre estaba herida, apenas sosteniéndose. Padre, jadeando, parecía al borde del agotamiento tras enfrentarse a esos otros tipos. El reino entero era un campo de ruinas: edificios derrumbados, sangre y maná impregnando el aire. Quería intentar algo, cualquier cosa, pero ¿qué podía hacer yo? Era débil. Un solo golpe de Dante me dejaría fuera de combate.
No, peor aún. Su sola presencia me paralizaba. El miedo me apretaba el pecho, y cada paso suyo era como un martillo contra mi voluntad.
—¡Mierda! —escupió Dante. —El señor Vritra dijo que me diera prisa, pero esto se complica demasiado.
—¿Vritra? —Padre se incorporó, su voz temblando de furia. —¿Dices que Vritra renació?
Sus palabras eran puro veneno, como si el nombre mismo lo estuviera deshaciendo por dentro. Nunca lo había visto así, a punto de romperse, de lanzarse sin control.
—Interesante —dijo Dante, con una risa seca. —Al parecer lo conocen. Bueno, ¿cómo no? Es aquel que las Santas Escrituras de Paradoja mencionan. Me alegra que reconozcan a ese idiota.
Las Santas Escrituras de Paradoja. Las conocía. Una versión resumida y mal hecha de las Escrituras de Paradoja, la supuesta biblia de este mundo. Pero no era momento para cavilar sobre textos antiguos.
—¡Carajo! —Dante chasqueó la lengua, su rostro cambiando a algo frío, sádico. —Se hizo tarde. Tendré que terminar esto… aunque mueran en el proceso.
Arriba de él, un círculo inmenso se formó en el aire, cubierto de símbolos que no reconocí. El maná del suelo comenzó a ser absorbido, como si el mundo mismo estuviera siendo drenado. El aire se volvió pesado, opresivo, aplastándonos. Padre y madre nos rodearon con sus brazos, canalizando maná para reforzar sus cuerpos. Isolde y yo, temblando, intentamos hacer lo mismo.
—Es inútil —sentenció Dante.
Y entonces, el calor protector de mis padres desapareció. Los seis sujetos con los que padre había peleado reaparecieron, heridos, pero aún fuertes, y los apartaron de nosotros con violencia. Madre gritó. Padre rugió. Pero sus voces se perdían en un silencio antinatural que lo envolvió todo.
Apreté a Isolde contra mí con toda mi fuerza, como si pudiera protegerla de lo inevitable. Rayos cayeron del cielo, uno tras otro, iluminando el reino en un destello cegador. Y entonces, con nosotros como epicentro, una explosión lo consumió todo.
El mundo se volvió oscuridad.