El silencio que siguió a la rendición tácita de Sylvan era denso, pesado, cargado con el hedor metálico de la sangre y el aroma acre de la savia hirviendo. El cuerpo gigantesco de Sylvan permanecía arrodillado, sus ramas y raíces ahora inertes, goteando savia oscura sobre la tierra empapada de sangre.
Humo aún se elevaba de las heridas chamuscadas por el fuego púrpura de Arkadi, y el aire vibraba con la tensión residual de la batalla.
El suelo estaba alfombrado con trozos de carne y madera retorcida. Fragmentos de raíz astillada sobresalían de la pierna de Aiko como púas oxidadas.
Pedazos de corteza se mezclaban con vísceras humanas y savia endurecida, formando un lodazal grotesco en el que cada pisada producía un sonido húmedo y viscoso.
El bosque respiraba con dificultad, como si su mismo corazón hubiera sido apuñalado.
Volkhov yacía boca arriba, la raíz aún atravesando su abdomen como una lanza grotesca. La madera hervía por dentro, burbujeando con una savia negruzca que mezclada con la sangre humana formaba un río oscuro bajo su cuerpo.
Sus ojos estaban entrecerrados, su respiración superficial y entrecortada. La regeneración era visible: la carne alrededor de la herida palpitaba, viva, repulsiva, estirándose como si algo quisiera salir de allí.
Pequeños gusanos albinos —quizás larvas del propio bosque— se asomaban por los bordes del agujero sangriento, solo para ser quemados por el calor del proceso de curación.
Aiko, con su brazo colgando inerte, se apoyaba contra un árbol cuya corteza parecía latir como carne viva.
Su rostro pálido y cubierto de sudor brillaba con una capa de sangre seca y savia coagulada.
Cada latido de su corazón enviaba una punzada agónica por su brazo, ahora amoratado, donde aún sobresalían astillas negras. La sangre manaba de su hombro desgarrado, mezclada con la mugre del combate, y se deslizaba por su cintura hasta empapar sus botas.
Arkadi, con la mitad de su rostro desfigurado y la sangre coagulándose alrededor de la herida, flotaba débilmente a unos metros del suelo. Su ojo único parecía apagado, hundido en una órbita inflamada y rodeada de hematomas verdosos.
Los restos de su túnica colgaban en jirones, y su brazo izquierdo, colgando como muerto, parecía estar parcialmente petrificado por la energía mágica malformada.
Amber Lee, con la oreja derecha hecha jirones y el cuello marcado por las raíces, se tambaleó hacia adelante, la esfera de cristal brillando débilmente en su mano ensangrentada.
Su camisa estaba rasgada desde el pecho hasta el abdomen, mostrando múltiples cortes paralelos que cruzaban su piel como si hubiera sido arañada por garras de acero.
Cada paso dejaba un pequeño charco carmesí, y el crujir de su mandíbula dislocada resonaba como un engranaje roto. Pero en sus ojos, rojos por la presión y la furia, no había derrota.
Solo esa determinación obstinada, como el filo de una cuchilla que se niega a romperse.
Sylvan levantó su cabeza lentamente. Su tronco se contrajo, exhalando una nube de esporas oscuras que flotaron como cenizas. Su único ojo visible se fijó en Amber. Ya no había furia en su mirada.
Solo un cansancio milenario, como si su alma vegetal hubiera envejecido mil años en minutos. Luego, su mirada se desvió hacia Aiko, quien lo observaba con una mezcla de cautela… y una extraña comprensión.
Esa clase de reconocimiento que solo ocurre entre depredadores que han sangrado juntos.
Un silencio prolongado se extendió entre ellos, roto solo por los jadeos de Volkhov y el goteo constante de la savia ardiente de Sylvan.
Finalmente, Sylvan habló, su voz áspera como el roce de la corteza contra hueso descubierto.
—Nunca… nadie… había resistido así. ¿Por qué?
Amber dio un paso adelante. El sonido de su bota pisando hueso triturado fue seco, escalofriante. Su voz, ronca y desgarrada por la liana que la había estrangulado, fue más un gruñido que una declaración:
—Porque no tenemos nada que perder. Y porque lo que viene… es peor que cualquier cosa que puedas imaginar en este bosque.
Sylvan inclinó ligeramente la cabeza, su ojo abismal clavado en la esfera. —Esa… cosa. La siento. Late. Respira. Es antigua. Poderosa. ¿Qué es?
—Es parte de mi legado —respondió Amber—. Un legado bañado en sangre, como todo lo que queda en pie. Está conectado con la guerra que viene. Una guerra que te afectará a ti… y a este bosque, quieras o no.
Aiko se acercó tambaleándose, con un hilo de sangre goteando desde su mandíbula dislocada. Ignorando el dolor punzante en su hombro, su voz fue un cuchillo helado.
—Vimos lo que viene, Sylvan. Vimos la oscuridad devorar ciudades, montañas, océanos. No es solo una guerra de hombres. Es algo… más. Algo que arranca las raíces del mundo, una a una. Incluso este bosque.
Sylvan se mantuvo en silencio. Un sapo negro trepó por su brazo, miró a Amber… y luego se deshizo en polvo. El bosque sangraba con él. Las hojas de los árboles crujían sin viento. Los hongos pulsaban como corazones.
—¿Por qué debería creerles? —murmuró Sylvan—. Todos los hombres son iguales. Traen fuego y acero. Plomo caliente. Árboles muertos.
—No somos como ellos —replicó Amber—. Lo viste. Peleamos sin promesas. Sin garantías. Con sangre. Con dientes. Porque sabemos que si caemos aquí, ya no hay otro mañana.
Sylvan bufó. Savia le brotó de la boca, espesa, parecida al alquitrán.
—¿Aliado? Yo soy el guardián de este bosque. Mi única lealtad es al suelo que pisas… el mismo que empapaste con tus entrañas.
Aiko alzó su katana rota, ya inútil, y la clavó a su lado.
—Y si no luchas, será el suelo el que te trague. Ya no hay neutralidad. Solo quién sangra primero… y quién sangra más lento.
Sylvan titubeó. Su espalda crujió como si mil ramas se quebraran al mismo tiempo. Por primera vez… bajó los brazos.
Volkhov escupió sangre, un diente y parte de su labio.
—Deja de charlar con el puto árbol y vamos a que nos curen. No tengo todo el día para que me atraviesen como un jodido kebab —gruñó.
Sylvan lo miró, sin humor. Pero no replicó.
—¿Qué quieren de mí? —dijo, con voz más hueca, como un tronco seco.
—Queremos que te unas a nosotros —respondió Amber sin titubeos, su rostro aún chorreando sangre—. Que pelees con nosotros. Que muerdas, rasgues, sangres, y nos ayudes a mantener algo vivo.
Sylvan se mantuvo inmóvil. Las ramas temblaban levemente. La corteza se resquebrajaba por la savia ácida que manaba de sus heridas.
—Yo… no soy un soldado. Soy tierra. Soy silencio.
—Entonces que ese silencio se convierta en grito —dijo Aiko, con un tono tan feroz que incluso el bosque pareció contener la respiración—. Porque nadie más va a salvar lo que amas, Sylvan. Solo tú.
El ojo de Sylvan tembló. De su pecho floreció una rosa negra. Y luego se deshizo en cenizas.
—Este bosque… es lo último que me queda.
—Entonces muere con él… o pelea como un monstruo —susurró Amber.
Un temblor recorrió el suelo. No de poder… sino de aceptación.
Sylvan alzó la cabeza. Por primera vez, se irguió, completo. Su cuerpo aún sangraba, sus ramas estaban quebradas, y su forma apenas se sostenía. Pero su mirada… era otra.
—Díganme… ¿a quién debo matar primero?
La semilla de la empatía, sembrada en vísceras, raíz y furia… acababa de florecer.
Y la guerra tenía un nuevo demonio en su bando.