El aire bajo el dosel de Korven Kirous era denso, húmedo, gélido. Apestaba a tierra podrida, a raíces viejas y hongos creciendo sobre cadáveres olvidados. Ese olor dulzón que se colaba entre el hedor de la vegetación muerta era inequívoco: sangre seca… mucha sangre. Al cruzar el límite marcado por el claro sombrío, la luz solar fue devorada sin resistencia, como si el bosque hubiese cerrado la boca tras ellos.
A partir de ese momento, el mundo se volvió un párpado cerrado: oscuro, húmedo y lleno de susurros invisibles.
Jari iba adelante, con su rifle pegado al pecho, como si en cualquier momento fuera a desatarse una guerra. Su rostro, endurecido por los años y las tormentas del norte, ahora reflejaba algo que ni siquiera la experiencia podía mitigar: respeto... o tal vez miedo.
Volkhov, armado con un su fusil de asalto colgado al hombro, y aún con la herida reciente en el muslo, avanzaba con pasos pesados. Su respiración era más áspera, sus puños cerrados. El dolor era constante, pero el orgullo le prohibía detenerse.
—¿Cómo demonios puede un lugar entero oler a cadáver y a bosque al mismo tiempo? —gruñó entre dientes, escupiendo sangre coagulada que le bajaba de la encía rota—. Es como caminar sobre una fosa común.
Aiko, con su katana desenvainada, respondía a cada sonido con el reflejo de una hoja preparada para matar. El sudor le resbalaba por la frente, pero no por el esfuerzo, sino por el instinto: ese sexto sentido de los cazadores que advierte que algo los está observando. Siempre.
—Este sitio no solo está maldito —susurró—. Está vivo.
—Vivo… y hambriento —añadió Amber Lee en voz baja. La esfera en su bolsillo vibraba con una cadencia que se sincronizaba con sus latidos, como si se fusionara con ella lentamente, como una criatura que la reclamara como huésped.
Arkadi flotaba rezagado, con su túnica ensangrentada manchando el aire de un leve olor a azufre y ozono. Su único ojo giraba lentamente como un faro de locura en medio del vacío.
—El bosque… no los odia. No aún —murmuró con una voz que parecía no pertenecerle—. Está midiendo sus pasos. Está oliendo su carne. Esperando una razón para devorarlos.
Las ramas colgaban como garras retorcidas. Algunas tenían espinas. Otras, dientes. Había arbustos que respiraban con un susurro húmedo, y raíces que parecían contraerse bajo sus botas como si estuvieran vivas. Y en cada rincón del sendero, manchas secas de sangre cubrían piedras, hojas o restos de piel abandonada.
—Esto no es un bosque —dijo Amber con la voz firme, mientras su mirada recorría los árboles carcomidos por hongos violáceos—. Es una fosa. Una trampa sin fondo.
—Bienvenidos a Korven Kirous —dijo Jari sin mirar atrás—. Aquí es donde incluso los dioses entran solo para morir.
Una hora después, el grupo alcanzó una zona donde los árboles crecían tan juntos que el camino se estrechaba como un embudo de espinas. Aiko se adelantó, apartando una rama con la katana. Del otro lado, una criatura desmembrada colgaba de un árbol, empalada de una forma casi ritual. Tenía el rostro desollado, los párpados arrancados, y de su abdomen colgaban los intestinos, enrollados alrededor de ramas como si fueran decoraciones macabras.
—No fue un animal —dijo Volkhov, encogiéndose levemente, más por respeto que por miedo—. Esto fue… arte. Salvajismo con propósito.
—Una advertencia —susurró Arkadi—. "Yo estoy aquí. No me sigan." Así es como habla Sylvan.
Amber Lee se detuvo frente al cadáver, contemplando los detalles. Le habían tallado runas en las costillas, abiertas en canal.
—¿Quién era?
—Un explorador —dijo Jari—. Entró hace años. No salió. Supongo que ahora lo sabemos.
De pronto, el silencio se rompió. No con un rugido. No con un crujido. Sino con una carcajada lejana, profunda… vegetal. No era humana. Era el sonido de algo que ya no necesitaba cuerdas vocales para reírse de los intrusos.
Amber tragó saliva.
—¿Lo escucharon?
—Sí —respondió Arkadi con los labios tensos—. Él también nos oyó.
Entonces el bosque cambió.
Las ramas comenzaron a moverse solas, como si respiraran al unísono. El suelo se volvió blando, casi esponjoso, y las raíces comenzaron a moverse bajo la nieve. Algo los rodeaba. Algo los estaba acorralando. Cada sombra era una boca, cada árbol un dedo señalándolos.
—¡Corran! —gritó Jari.
Pero ya era tarde.
De entre los árboles emergieron criaturas hechas de corteza, carne y musgo. Tenían torsos humanos fusionados con troncos, rostros a medio formar, bocas donde no debían estar. Algunos caminaban con cuatro piernas, otros se arrastraban. Todos apestaban a putrefacción vegetal y muerte fermentada.
Uno se abalanzó sobre Jari y le clavó una rama afilada en el pecho. La sangre brotó a borbotones, manchando la nieve. El grito fue ahogado por una segunda rama que atravesó su garganta.
—¡Mierda! —gritó Volkhov—. ¡Atrás!
Aiko cortó una criatura por la mitad, y de su cuerpo brotaron larvas negras y vapor verde. Arkadi lanzó un rayo de energía que redujo otra a cenizas. Amber retrocedió, lanzando su cuchillo a la criatura más cercana, clavándolo justo en el ojo que le colgaba del cuello.
El bosque se convirtió en un campo de guerra.
Volkhov usó su fuerza bruta para empujar un árbol viviente, que crujió y se vino abajo. Luego giró sobre sí mismo, disparando a quemarropa a una criatura que intentaba morderle el rostro.
Arkadi flotaba por encima de las ramas, quemando desde el aire a los enemigos. Pero incluso él comenzó a mostrar señales de agotamiento.
Amber miró a su alrededor. Tenían que avanzar. Si se quedaban ahí, los enterrarían con el resto de los cadáveres decorativos del bosque.
—¡Al claro! —gritó—. ¡Sigan el maldito temblor!
El suelo vibraba como un corazón furioso. Sylvan se acercaba. No, el bosque los empujaba hacia él.
Cegados por la adrenalina, cubiertos de sangre y musgo negro, los cuatro sobrevivientes alcanzaron el centro del bosque, donde las raíces formaban un círculo perfecto. En el centro… una figura gigantesca de corteza viva y carne endurecida los observaba.
Sus ojos eran esferas opacas de savia congelada. Su cuerpo estaba fusionado con el bosque. Humo salía de su espalda. Ramas sobresalían de sus costillas como alas rotas. Tenía una boca humana en medio del tronco, y cuando habló, su voz resonó como una tormenta entre hojas secas:
—¿Vienen… a pedir… o a morir?
El silencio que siguió fue peor que la batalla.
La Búsqueda había terminado. El Juicio de Sylvan comenzaba.