Finalmente, decidí tomar un respiro, porque el aire estaba cargado de vino.
Una punzada de molestia me cruzó la frente, pero me obligué a sonreír, como si el ambiente no me afectara en absoluto.
Con paso tranquilo, quizá un poco más lento de lo necesario, me dirigí hacia el área de bebidas, fingiendo que solo buscaba refrescarme, cuando en realidad lo único que deseaba era apartarme de ese lugar que me empezaba a marear.
En momentos como ese, empezaba a entender por qué mis hermanas preferían las reuniones al aire libre. Al menos allí, el único aroma invasivo era el de las flores.
Entre la multitud, mis ojos encontraron una figura conocida.
No hizo falta decir una sola palabra: llevé la mano derecha al corazón, como en los viejos tiempos.
Estefan, al verme, respondió al gesto, tocándose la frente con las yemas de los dedos. Su sonrisa ladeada me golpeó como una ráfaga de recuerdos.
Él había sido el único caballero leal a mi hermana Aurora, un guardián en quien confié cuando aún era un niño, en los días en que el palacio se sentía como un refugio.
—Aún llevas nuestro saludo —comenté, dejando escapar una leve sonrisa.
—Siempre lo llevaré —replicó él, con esa mezcla de calidez y firmeza que parecía resistirse al paso del tiempo.
De reojo, noté que Nadia nos observaba con una mezcla de curiosidad y ligera confusión.
Supongo que debía presentarlo antes de que empezara a hacerse historias en su cabeza.
Estefan también lo notó. Su sonrisa se suavizó, volviéndose más formal mientras se inclinaba para besar con cortesía el guante de seda que cubría su mano.
—Permíteme presentarme —dijo, acompañando sus palabras con una breve reverencia—. Sería descortés seguir conversando sin que tu acompañante supiera quién soy.
Su porte impecable, el cabello negro peinado hacia atrás y su imponente estatura de casi un metro noventa lo hacían destacar entre la multitud.
Pero ya no era el caballero de la corte que yo recordaba: había dejado atrás la armadura visible para abrazar una causa más silenciosa.
Ahora era uno de los guardianes invisibles que protegían el corazón del reino desde las sombras.
Compartimos un momento tan breve como valioso. Luego, debió partir, llamado de nuevo por sus deberes.
Dejé que la noche me arrastrara, y acabé junto a los ancianos, escuchando sus historias como quien busca un faro en la niebla.
Sus palabras eran un canto lejano, lleno de sabiduría y especulación, ecos de un mundo que trataba de guiarme aunque yo apenas empezaba a entenderlo.
Al cabo de un rato, el murmullo empezó a pesarme en la cabeza. Buscando un respiro, volví al área de bebidas.
El barman, un hombre de rostro amable y manos expertas, me recibió con una inclinación apenas perceptible mientras empezaba a preparar un cóctel.
—Que sean dos bebidas —ordenó una voz femenina que se instaló a mi lado con la suavidad de un susurro.
Era Liliana.
Su llegada fue tan discreta como una pincelada sobre un lienzo inacabado, pero su presencia crecía con cada paso, como una obra de arte que comenzaba a cobrar vida ante mis ojos.
A sus diecinueve años, Liliana parecía brillar por sí sola.
Me quedé un instante con la copa suspendida en el aire, incapaz de apartar la vista.
Su piel, blanca como la luna, y ese cabello dorado que caía en suaves cascadas sobre sus hombros...
Era como si alguien hubiera tomado todos mis recuerdos de ella y los hubiera perfeccionado.
Sus ojos, de un azul sereno, todavía dejaban escapar destellos de vida.
No era solo hermosa. Había algo en su sonrisa —cálida, sincera e imposible de imitar— que me recordó que, por más lejos que la vida nos hubiera separado, seguíamos siendo hermanos.
Llevaba un vestido rojo que ceñía su figura como un pétalo vivo.
No pude evitar pensar que parecía una flor floreciendo en mitad de la nieve.
—Hermanito, ¿estás seguro de alejar a Nadia ahora? —preguntó, su voz tan suave como la caricia de una pluma, aunque en su tono vibraba un matiz de preocupación.
Bajé la mirada, apretando la copa entre los dedos.
—Sí. Es lo mejor para ella. No quiero arrastrarla a esto.
Liliana me observó un momento en silencio... y luego selló mis palabras con una de esas sonrisas suyas que no admitían discusión.
—Resolveremos esto juntos —dijo, como si fuera la cosa más sencilla del mundo.
Algo dentro de mí —algo que llevaba tanto tiempo adormecido— pareció encenderse de nuevo.
Bebimos vino dulce mientras, entre susurros, empezábamos a trazar nuestro primer movimiento.
A nuestro alrededor, la ceremonia continuaba, indiferente, como un escenario demasiado grande para los pequeños secretos que tejíamos bajo su manto solemne.
El primer paso era alejar a Nadia. Mantenerla a salvo.
El segundo... permitir que Liliana, amparada por su larga ausencia, se deslizara entre las sombras.
Mientras yo, escoltado por los míos, avanzaba hacia el corazón de la tempestad.
La noche avanzaba inexorable, arrastrándome hacia el núcleo de la ceremonia como un río que no admite resistencia.
Los invitados, al percibir mi movimiento, se apartaban con reverencia.
Las trompetas, anunciaban mi llegada con un eco que parecía prolongarse más de lo necesario.
Finalmente, las grandes puertas, adornadas con los emblemas de las casas fundadoras, se abrieron lentamente.
Mi mirada recorrió el espacio, admirando las paredes cubiertas de relieves en plata y oro, que capturaban la tenue luz de los candelabros. Las columnas se alzaban como centinelas hacia el techo abovedado, donde un fresco narraba la antigua alianza de Roster, suspendido como un juramento olvidado.
Cada paso sobre el mosaico de mármol blanco y negro evocaba un tablero de ajedrez, un recordatorio silencioso de la intrincada política que debía aprender a dominar.
El gran salón era un homenaje viviente a la historia de las casas fundadoras;
cada adorno, cada cuadro, cada detalle respiraba ecos de antiguas glorias y tragedias.
Tragué saliva mientras el miedo serpenteaba dentro de mí.
Los nobles y dignatarios, ya acomodados en sus asientos, murmuraban en voz baja.
Cada mirada era una expectativa que me envolvía como una red invisible.
¿Sería capaz de guiar a mi reino hacia un nuevo amanecer?
Ester, siempre a mi lado, me observaba con orgullo.
Sus ojos, aunque marcados por el cansancio de los preparativos, seguían cada uno de mis movimientos con una devoción inquebrantable.
"Recuerde, mi señor," me había susurrado antes de la ceremonia, "siempre estaré a su lado, sin importar lo que suceda."
En el centro del gran salón había un estrado de mármol blanco. Sobre él, tres tronos se alzaban bajo un dosel de terciopelo blanco, bordado en hilos de oro.
El trono central, más elevado y de dimensiones majestuosas, dominaba el conjunto: el león rampante era el símbolo de mi casa, símbolo de todo lo que ahora recaía sobre mis hombros.
A su izquierda, un trono más pequeño mostraba un halcón plateado en vuelo: agudo, calculador.
A la derecha, otro trono, decorado con un lobo negro sobre un campo gris: fiero, leal... y peligroso.
Respiré hondo. Luego, subí los escalones, sintiendo cómo cada paso no solo enterraba mis dudas, sino también sellaba mi propio destino.
Al sentarme, el mundo pareció suspenderse.
Ya no era solo el hijo de Estela Winter.
Ahora, era su sucesor.
Las trompetas resonaron una vez más, firmando el inicio de mi mandato.
Ester, serena pero orgullosa, ajustó el micrófono con precisión, asegurándose de que mi voz —mi nueva voz como rey— fuera escuchada por todo el reino.
—Estoy complacido y feliz de verlos a todos reunidos. Por favor, disfruten de la fiesta —anuncié con una amabilidad que escondía mis verdaderas intenciones.
Un murmullo recorrió el salón cuando las puertas principales se abrieron de nuevo. A través de ellas, avanzó David, el duque de los Lobos, seguido de su séquito.
Su figura, envuelta en una capa de gris oscuro, se movía con la serenidad de quien ha visto más inviernos de los que desearía recordar. Ascendió al estrado y, al detenerse frente a mí, inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto.
—Señor David, es un honor tenerlo aquí —dije, devolviendo la cortesía.
—Sus palabras son demasiado halagadoras, joven Winter —respondió él, con una humildad casi teatral—. Usted tiene el mismo potencial que su madre para dejar una huella en Roster. El tiempo solo apremiará sus esfuerzos.
Sus palabras se anclaron en mi interior, tendiendo un puente invisible entre el pasado y el presente. Mi madre... su legado aún ardía como una llama silenciosa que ahora yo debía custodiar.
—Tener su amistad es un privilegio —añadí, esforzándome por mantener la calma.
Apenas pronuncié esas palabras, un nuevo sonido quebró el aire:
pasos firmes y arrogantes resonaron como un desafío velado.
Vestía una capa negra bordada con hilos plateados que imitaban el movimiento de alas desplegadas.
Su cabello pelirrojo, encendido como una brasa sofocada, lo hacía destacar aún más.
Pero fueron sus ojos grises, fríos como el acero, los que verdaderamente reclamaron el centro de la escena.
Su avance era el de un depredador que no temía mostrar sus garras.
—Qué agradable bienvenida, duque Western —saludé con cortesía, manteniendo el tono exigido por la ceremonia, aunque en mi interior sentía cómo la tensión comenzaba a trepar por mi columna vertebral.
El choque de miradas fue inmediato.
Era una guerra silenciosa, tejida en viejas heridas que nunca terminaron de cicatrizar.
David, que no apartaba su mirada de la escena, alzó su bastón de mando.
El sonido de su golpeteo contra el mármol resonó como un latido, reclamando orden.
—No se exalten, caballeros —dijo con su voz rasgada—.
Tengo entendido que existen problemas entre ustedes. Es hora de resolver estos rencores. Exijo respeto y seriedad.
Western esbozó una sonrisa apenas perceptible: una mueca cargada de arrogancia.
—Soy Albert Western, duque actual de los Halcones, y vengo a reclamar las tierras que pertenecieron a mis ancestros. Si desea solucionar este problema, solo tiene que acceder a mis demandas... si es que desea conservar la estabilidad del reino.